Aquella aportación de Matías Néspolo llevaba por título “La otra literatura catalana” y encabezaba la noticia con el texto “La india Sunny Sing, el sudanés Jamal Mahjoub, el francés Mathias Enard y el senegalés Sidi Seck hablan de su experiencia creativa en su lengua materna”.
Apenas un mes más tarde tuve acceso a un ensayo aparecido en la revista Letras Libres firmado por Ruth Franklin y que bajo el título “Muerte y resurrección de la ironía: nueva narrativa estadounidense” hablaba de la nuevas voces de la narrativa norteamericana, de orígenes diversos, pero con el nexo común de los atentados del 11 de septiembre.
Salvando todas las distancias, teniendo en cuenta que Barcelona no es NY, que nuestro mestizaje no es el de la ciudad de los rascacielos y que los muertos de nuestro 11M no causaron ningún impacto literario, aquel ensayo de Ruth Franklin tenía para mi cierto paralelismo con el artículo de Matías Néspolo, hasta el punto de animarme a contactar con cada uno de los autores citados e invitarlos a diferentes eventos literarios. Tuve el placer de conocerlos a casi todos, me falló Sunny Shing que por razones familiares tuvo que regresar a Londres ciudad donde reside. Todos estuvieron en El Vendrell en diferentes ocasiones, y aunque no fue ese el motivo de la presentación del libro de Matías, parece que su presencia haya servido también de broche a esa especie de obsesión personal con los personajes de su artículo.
Volviendo al tema del paralelismo con el ensayo de Ruth Franklin, lo que es innegable es el peso que los autores latinoamericanos han tenido y siguen teniendo en la literatura de este país. Por concretarlo en Barcelona, y por extensión en Cataluña, hoy se puede decir que la literatura escrita en castellano no se entendería sin la inclusión de autores como Juan Gabriel Vásquez, Santiago Roncagliolo, Rodrigo Fresán, Lázaro Covadlo o el mismo Matías Néspolo por poner solo algunos ejemplos.
Si en aquellos tan manidos años del boom latinoamericano Barcelona fue el regazo de autores como Vargas Llosa, Benedettí o García Márquez hoy son estos otros sus herederos.
En cualquier caso nada es lo mismo, y mientras que aquel boom se caracterizaba por una reivindicación unitaria de lo latinoamericano, de sus temas y preocupaciones hoy su literatura no es explicativa de un continente, sino que desde la singularidad de sus territorios se exploran conflictos de carácter universal.
“Siete maneras de matar a un gato” también responde al nuevo modelo. Matías Néspolo edifica una historia trepidante, un relato de personajes sin nombre, identificados por el escueto alias con que se bautiza a quienes quedan reducidos a meros accidentes, fallos inesperados en los engranajes imperfectos del mundo desarrollado.
Su historia llega cargada de argentinismos, de giros locales y jerga marginal, un relato sobre esas cosas que escondemos bajo las alfombras de los grandes salones, la borra mugrienta que crece oculta entre las patas de un mueble caro. Una historia de argentinos en Argentina, un relato de odios a muerte y lealtades inquebrantables. Y aunque las latitudes sean otras, la marginalidad retratada, la miseria de las periferias no es diferente a la que hoy encontramos en los extrarradios de cualquier urbe de este país.
La lectura de “Siete maneras de matar a un gato” nos trae a la memoria otras historias periféricas, unas literarias como por ejemplo “El triunfo” del ya fallecido Francisco Casavella, otras cinematográficas como ese relato brutal que el colombiano Víctor Gaviria nos presenta en su película “La vendedora de rosas”, o esas otras recreaciones de la España suburbial con que Carlos Saura o José Antonio de la Loma nos acercaron a aquellos delincuentes épicos de los primeros años de la transición.
“Siete maneras de matar a un gato” cumple los principales retos de una buena novela. Obliga a la reflexión en un viaje por escenarios desconocidos mientras construye una narración impecable, de diálogos creíbles y en la que palpitan las biografías de unos personajes empeñados en la propia destrucción. A partir de ahí, como cada novela tiene tantas lecturas como lectores, que cada cual añada su propia dosis de condimento.
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