MARCELO CASAS



EL GONDOLIERO DI TRIANA

Hace unos años acostumbraba a viajar por trabajo casi todas las semanas. No pasaba demasiado tiempo fuera de casa, una o dos noches a lo sumo, tiempo suficiente para ir conociendo muchos rincones en los que, acabadas las obligaciones, me gustaba perderme para escribir o disfrutar con esos espectáculos de pequeño formato que programan los cafés teatro y los locales de música en directo.
La atmósfera de esos lugares me ha servido muchas veces como estímulo para iniciar un relato o para garabatear algunas notas de esas que suelen quedar olvidadas en servilletas, o en los cuadernos que me da por llevar en el bolsillo, no sea que las musas aparezcan y no encuentren lugar donde acomodarse.
Madrid es un buen territorio para recorrer, sin rumbo. Una ciudad para rastrear y gastar suela. Y en una de esas, creo que fue un martes de hace ya unos cuantos años, descubrí en una calle del viejo Madrid de los Austrias el Café del Cosaco, donde esa noche se representaba el monólogo “El gondoliero di Triana”, obra del actor y autor sevillano Marcelo Casas.
Llegué con tiempo de sobra. El local estaba vacío, envuelto por la penumbra de unas lámparas a media luz y la claridad de las velas que decoraban las mesitas. En la barra, un camarero y un cliente, que resultó ser el propio Marcelo Casas, charlaban y esperaban, sin perder de vista al exclusivo visitante que, iluminado apenas por el pábilo de una vela vencida, escribía sin parar en un cuaderno.
La función se retrasó.Al principio apenas si habría tres o cuatro mesas ocupadas, hasta que finalmente Marcelo Casas, un personaje esperpéntico, vestido con un pijama a rayas y un sombrero de ala adornada con una cinta que le colgaba sobre el hombro, desgranaba en el escenario una historia surrealista, sin otra compañía que una mesa camilla y un perchero que sostenía los elementos que le servirían para transformarse en las diferentes criaturas de su historia.
No estaba ante un monologuista de los que proliferan en televisión, ni de un cuenta cuentos, tan de moda por aquella época. Estaba ante un actor que representaba su propia obra, un creador que partiendo de un guión descabellado, era capaz de trazar un hilo argumental lleno de comicidad, desmembrando la obra en diferentes historias paralelas, entroncadas todas en la idea principal de un personaje que funda una comeduría de marrones como forma de ganarse la vida.
El humor andaluz, a veces plagado de ese casticismo ramplón que echa mano del chiste soez para conseguir una sonrisa fácil, estaba superado. Sin prescindir de ese pedigrí local, Marcelo Casas conseguía una creación inteligente que arrancaba risas sin caer en los tópicos propios de un cómico mediocre.
Terminada la obra me dirigí a la barra y pedí al responsable del local que me presentase a Marcelo. Y así nació una buena amistad.
Durante el tiempo que mi trabajo me lo permitió, seguí coincidiendo con él en Madrid y en Sevilla, donde reside. Por él conocí a otros actores sevillanos, y otros lugares donde gastar las horas de la noche.
Nunca he tenido mitos, ni en el papel couche ni en el celuloide he encontrado nunca nada que ambicionar. Pero si he admirado a esas personas que han decidido luchar por una idea o por un proyecto, personas que han renegado de lo convencional para apostar por un ideal. Orientar la vida y las ilusiones en pos de un proyecto cultural es tanto como asumir la convivencia con la precariedad y la incertidumbre. Al menos durante unos cuantos años.
Marcelo renunció a las comodidades que le garantizaba el ejercicio de una profesión más lucrativa y sustituyó la abstracción milimetrada de los planos por el surrealismo desmedido de su fantasía.
Ahora ya no viajo tanto y cuando me toca, suelo volar mucho más lejos y por más días, pero echo de menos los rincones de Madrid, los de Sevilla y los de otras ciudades de este país por las que solía moverme. Ya no veo tan a menudo a algunos amigos, por eso, cuando hace unas semanas Marcelo me llamó para decirme que estaría con su Gondoliero en la provincia de Zaragoza, ni siquiera tuve en cuenta los grados bajo cero que aterían las noches mañas.
Cenamos, paseamos, tomamos copas, hablamos de sus obras y de mis escritos, de sus proyectos y de los míos, de lo bien que le va desde que Laura le representa y de lo que me gustaría que algún día actuase en Barcelona. Y el gélido quince de diciembre, en la Sala Capitol de Villanueva del Gállego, Marcelo Casas volvió a subirse a un escenario para comerse sus marrones sin otra compañía que su habitual mesa camilla y el perchero donde reposan sus criaturas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario