CLAUSTROFOBIA
(foto de Amador)
No me gustan los barquillos de los helados. Es una conclusión definitiva. No sé por qué cambian los gustos, por qué lo que ayer fue devoción hoy se repudia. Nunca ensalcé las galletas de los helados, tampoco me apasionaron nunca los bocadillos de anchoa, pero me gustaban y me siguen gustando los de caballa. Qué pasó con los barquillos.
He soñado algo raro esta pasada noche. Creo que fue esta noche. A veces pasa el tiempo y uno recuerda de pronto, como si hubiese sido hace unas horas, lo que soñó hace unos días.
Pero fue esta noche, entre sueño y sueño, cuando la algarabía de la calle me lo permitió, cuando el calor y el griterío me dieron tregua para el descanso.
Había un túnel demasiado estrecho, una tubería tan angosta que me obligaba a pasar gateando y no podía. Un temor intenso. Me retenía un temor intenso. El miedo a que la tubería se desplomase no me dejaba avanzar. Sentía pavor a verme enterrado vivo. Entonces alguien estrelló una botella contra el suelo y se hizo pedazos, y arrinconé el sueño para volver al cuarto ardiente y a la calle recortada por neones iluminados, a la gente que gritaba y al claxon de los coches. Di vueltas enredado en las sábanas que ora me abrigaban ora me molestaban.
La procesión de ruidos siguió y me acordé de los barquillos y de los helados. Odié el ruido, más aun que a los barquillos de los helados, odié a los que gritaban en la calle y juré que jamás atravesaría en sueños una tubería estrecha que amenaza con enterrarme vivo.
Esta mañana al despertarme encontré encendida la luz del cuarto de baño.
No recordaba haberme levantado durante la madrugada, pero en caso de haberlo hecho no habría necesitado dar la luz para orientarme. Me sobra con los tenues rayos que clarean el cuarto desde las persianas a medio cerrar.
Sólo ella podía haber encendido la luz del baño. Sólo alguien como ella, ajena a la geografía del cuarto, olvidada ya de cualquier geografía en común. Sé a la hora que llega por la humedad de las toallas, por el vapor que anula el espejo, por las gotas prendidas de la pared de la ducha. No sé gran cosa más. Ella es sólo el olor que impregna el aire con el perfume a menta de su jabón.
A todos nos pica la nariz alguna vez cuando dormimos. A las rusas también. La rusa que lloraba unas horas antes se sentó junto a mi, buscó acomodo en uno de los sillones duros, encogió las piernas y se ovillo, cansada de llorar. Las moscas revoloteaban sobre las cabezas después de memorizar cada centímetro del aire que nos envolvía, y repetían el trayecto, insistentes y molestas. Hay muchos cosquilleos incómodos, el de las moscas, el del labio que despierta de una enestesia, el de una herida que cura, el de un miembro que se duerme...el de la nariz cuando nos dormimos. A todos nos pica la nariz alguna vez cuando dormimos. A las rusas también. La rusa lloraba y hablaba por su teléfono móvil. Habló más que lloró y al final se acomodó junto a mi y el cansancio la empujó al sueño. Durmió arrellanada en el asiento y a través de los rotos de su pantalón vaquero asomaban las pecas que moteaban su piel morena.
Después volví solo, conduje en silencio sin que nada me alterase, busqué las carreteras más oscuras y solitarias imaginando el paisaje que no veía, inventaba los árboles, las casas desperdigadas de las que sólo reconocía la luz de las fachadas, inventaba la música que no escuchaba y me pregunté por qué de pronto habían dejado de gustarme los barquillos de los helados.
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José Luis:
ResponderEliminarVeo que te has animado a "postear", palabra horrible, cursi y garrula, como todos los anglicismos que quieren imponernos algunos paletos que navegan por la red. Soy vecino tuyo de Blogger y tiempo ha te agregue como "bitácora amiga". Date una vuelta por mi casa, serás muy bien recibido.
Un abrazo.
Felipe