AMANTES
Ella y él se besan frente a la tienda de bolsos. Ella le acaricia la nuca y él se entretiene ensortijando entre los dedos su pelo moreno mientras la gente pasa buscando algo o mirando al cielo.
Yo espero en la entrada a que mi mujer se decida por uno de los bolsos.
Una niña vestida de penitente atraviesa la calle de la mano de su madre y se fija en los amantes mientras arrastra un capirote negro y un escapulario enorme se le balancea sobre el pecho.
Restos de cera de las últimas procesiones cubren el suelo empedrado y parece que quiere empezar a llover. Posiblemente la procesión de la tarde tenga que suspenderse y la niña que se encamina con su madre hasta el punto de encuentro tenga que volver a casa sin estrenar el capirote.
Los amantes siguen ajenos al resto. Ella dirige la mirada a la entrada del establecimiento, se fija en el aparador y se separa del hombre para acercarse a la vitrina. Le pide que espere mientras entra a dar un vistazo, él le da un beso y le sugiere que se tome su tiempo.
Se separan y ella pasa a mi lado. Arrastra con su cabellera oscura un perfume cálido y dulzón que invade el estrecho espacio que queda entre los dos y me imagino al hombre contagiado del mismo aroma.
Él se dirige al estanco, caminando despacio, fijándose en otros escaparates cercanos. Mi mujer su cuelga bolsos del hombro y se mira en el espejo sin decidirse por ninguno.
Grupos de gente caminan en dirección al lugar del que partirán las cofradías. La niña ya se ha perdido a lo lejos y el cielo sigue amenazando lluvia.
Un negro toca el saxo en un lado de la rambla, en un banco cercano descansa un indigente con un carro de la compra, sucio y lleno de andrajos. En otro banco más alejado han puesto la escultura de un anciano de bronce, sentado y petrificado, como si un rayo le hubiese convertido en estatua.
Sobre un quiosco brillan unos globos color de plata y giran las aspas de los molinillos de colores. En el mostrador se amontonan pipas y palomitas y el tronco enorme del tendero parece abalanzarse contra la calle. Son pocos los que prestan atención al saxo, una familia que pasea un bebé se detiene para depositar unas monedas en el gorro de lana que descansa en el suelo. El saxofonista gesticula y el niño desde el cochecito observa sorprendido la cara negra de carrillos inflados.
Descubro al amante entre la gente, vuelve hacia la tienda de bolsos con un cigarrillo en la boca. De nuevo se detiene frente a los aparadores sabiendo que no hay prisa, ella necesitará algún tiempo para mirar la mercancía. Mi mujer espera frente a la caja, se decidió por un bolso beig con bolsillos marrones. La mujer morena pide consejo a la dependienta y repara también en una maleta de lona con ruedas.
Antes de llegar a la puerta de la tienda, él se detiene un instante y mira hacia la rambla donde el negro sigue tocando. Ahora nadie se fija en él y cada nota grave surge como un ronquido exangüe, como si fuese el último.
El hombre enciende un cigarrillo y se olvida del músico, orienta los pasos hacia el establecimiento de bolsos, un hilván de humo se deshace contra su cara mientras frunce un instante los ojos y la busca con la mirada más allá del umbral.
A punto de llegar se desploma como un fardo mientras el cigarrillo rueda por el suelo como una luciérnaga buscando reposo. Antes de venirse abajo congestiona la cara, los ojos perdidos en cualquier parte, aterrorizados por una sensación angustiosa, tal vez una opresión que no le deja respirar. Su brazo izquierdo parece muerto, se le balancea como dislocado y sin fuerza. Con la mano derecha se comprime el pecho queriendo atravesarlo con las uñas. Dobla las rodillas y el cuerpo se le desmonta. La barbilla apenas levantada y la boca entreabierta sugieren que unas palabras de ayuda se le han quedado atoradas en algún lugar de la garganta.
Los curiosos se arremolinan junto a él, alguien le sujeta por las axilas e intenta hacerlo respirar, una mujer saca un abanico del bolso, lo agita frente a su cara y remolinos de aire le alborotan el pelo. Desde donde estoy le veo la piel lívida, los ojos abiertos y la boca contracturada, como emitiendo un quejido que no ha llegado a articular. Un alboroto de gente le rodea, hay voces que se sobreponen a otras pidiendo un médico o clamando por una ambulancia. La excitación llega al interior de la tienda y algunos clientes se asoman a la calle. Ella continúa distraída, probándose bolsos y considerando la oportunidad de comprar la maleta con ruedas.
Me acerco y le dijo que su pareja ha sufrido un ataque en medio de la calle y ella me mira sin saber de qué le hablo. Le insisto en que el hombre con quien estaba poco antes, acaba de desplomarse en el suelo. Reacciona y se asoma a la entrada desde donde los curiosos preguntan qué ha pasado. Se yergue sobre las punteras y los gemelos dibujan en sus piernas dos contornos perfectos.
Le busca con la mirada entre el corro de personas que le atienden, da con él y le descubro la sorpresa y el terror en los ojos. Vuelve al interior y deja el bolso que aún retenía en la mano. La miro y descubre que sigo allí, esperando una respuesta. No lo conozco de nada, me dice mientras se hace hueco entre la gente y abandona el local sin volver la vista.
Un hombre le ha extraído la cartera de un bolsillo, la abre buscando un teléfono al que llamar o una dirección de contacto. Desde una fotografía guardada en uno de los compartimentos un niño y una mujer rubia regalan una sonrisa.
Hay ruidos de tambores que crecen desde el otro extremo de la rambla, revientan como los truenos que parecen irse labrando en el cielo gris. El saxo ha dejado de sonar y el negro se ha perdido tras un tumulto que va orillando la calle. La procesión avanza en medio del silencio de las personas que enmudecen ante la cercanía de los timbales. Una ambulancia rompe la calma y se aproxima al lugar donde él reposa en el suelo.
Mi mujer ya tiene bolso y desde donde estamos vemos los capirotes negros de los penitentes que acompañan a los santos. Bajo uno de ellos estará escondida la niña del escapulario enorme que le rebotaba contra el pecho.
23 abr. 06
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