(Fotografía de la sombra de un móvil colgado en una de las salas del British Museum de Londres)
SIDERALES
La familia verde paseaba a su hijo en un cochecito con capota verde. El chupete que le colgaba de la solapa, la sudadera con capucha y las botas de ante, eran también verdes.
Se arrimaron a una mesa del burguer un sábado por la tarde, atestado de gente que hacía cola para comer cualquier cosa con que matar el apetito. La mamá, que mecía al niño mientras el papá se comía una hamburguesa vestía, como su hijo, una sudadera y unas deportivas verdes.
Solo el papá se había decidido a sentarse, miraba desde la mesa a su hijo y de vez en cuando estiraba la mano para acercarle una patata frita que el niño trituraba con una par de dientes recién estrenados. Por debajo de la mesa se veían los pies del padre, calzados en unas zapatillas verdes.
Mi hija me miró y me dijo que la familia verde eran lagartos extraterrestres camuflados entre nosotros, pero no le di importancia y continué con mi lectura de un relato de Dorothy Parker. Luego le expliqué que en el mundo globalizado era normal que familias de lagartos extraterrestres se mezclasen con nosotros en los restaurantes de la ciudad, que eso no tenía ninguna importancia y que era comprensible que quisieran conservar algunas señas de identidad, como por ejemplo el color verde.
Después paseamos por el centro comercial y nos fijamos en las familias de colores que caminaban entre nosotros, suponiendo que eran otras especies siderales pasando, como nosotros, la tarde.
Habíamos salido a airearnos, cansados de ver las nubes ancladas en el mismo cielo de cada día. Vivíamos en un pueblo sórdido y aburrido del que no nos interesaba nada, pero seguíamos allí, tal vez esperando que el azar viniese a liberarnos.
Cuando quisimos salir del centro comercial las nubes descargaron agua y arreció un viento que hizo volar hojas de los plátanos. Vimos como dos adolescentes en bicicleta atropellaban a un peatón que hablaba por teléfono, lanzándolo al suelo mojado. Presenciamos también como una anciana luchaba con su paraguas desportillado, intentando recomponer las varillas retorcidas y fuimos salpicados por la pisada de un saltador de charcos que atravesaba una plaza.
Los saltadores de charcos son un claro ejemplo de la plasticidad del cuerpo humano en situaciones de extrema necesidad, aunque mi hija dijo que aquel saltador de charcos era una gacela planetaria camuflada entre nosotros a quien había sorprendido la lluvia en su tarde intergaláctica. No quise alentarla en su obsesión por las especies de otros mundos y le comenté que los pasos de danza son una prolongación estética del saltador de charcos y que su equilibrio anatómico es un ejemplo de en qué medida los movimientos básicos pueden alcanzar la perfección.
Miramos a nuestro alrededor intentando descubrir otros ejemplos del sorprendente proceso de transformación que las ciudades mediterráneas sufren los días de tormenta. La lluvia empieza a ser un espectáculo insólito y cuando de improviso irrumpe en otoño, su aparición fuerza interesantes situaciones que ponen de manifiesto la medida en que determinadas conductas adaptativas se reproducen cada vez con mayor torpeza a causa de su infrecuencia.
De pronto la lluvia ganó en intensidad y los saltadores de charcos se multiplicaron, a la vez que algunos truenos reventaban entre las nubes. Las familias de colores empezaron a quejarse de que un viaje tan largo no hubiese merecido la pena y se abrigaban del agua bajo los voladizos de los edificios y los alfeizares de las ventanas.
Un saltador de charcos resbaló sobre la pintura de un paso de cebra y quedó tendido sobre el asfalto. Alguien le dijo que denunciase al ayuntamiento, no era la primera vez que un ciudadano se descalabraba a causa de esa maldita pintura con que señalaban las líneas de los pasos de peatones.
Mi hija apreció aquel detalle como una muestra de la extinción a la que estaba condenada nuestra especie, incapaz de asimilarse a una climatología adversa. Por mi parte, razoné que los saltadores de charcos no obedecen a edades concretas sino que difieren en la longitud del salto y que tal vez no había que hacer un juicio tan dramático de un accidente que quizás solo respondía a un exceso de confianza por parte del saltador. Ella me miró desde el suelo y ladeando la cabeza dejó clara su falta de acuerdo.
Seguimos caminando a pesar de la lluvia, protegiéndonos las cabezas con las bolsas donde cargábamos las compras que habíamos hecho.
Un grupo de jóvenes arremolinados, se lamentaba de que la lluvia les hubiese desbaratado un concierto de hip-hop, obligando a un cantante gordo a dejar de rapear encima de un escenario repleto de instrumentos y altavoces, que a toda prisa habían cubierto con unos plásticos.
De una iglesia próxima vimos salir corriendo a un niño vestido de marinero que, saltando sobre los charcos, intentaba mantener a salvo los relucientes zapatos de charol. Mi hija me preguntó qué especie interestelar podía camuflarse en un traje blanco de primera comunión y buscamos entre la gente, intentando dar con algún adulto imitando aquel anacronismo.
Como imaginé, no encontramos a nadie y entonces le confesé mis sospechas de que aquella repentina aparición no correspondía a ninguna especie enmascarada, sino al lamentable accidente con un agujero negro por el que aquel niño había viajado desde una época cercana al año mil novecientos sesenta. La suposición de que algo inaudito estaba alterando la normalidad de nuestros días parecía hacerse realidad.
Le seguimos con la mirada mientras daba saltos, intentando evitar el agua empantanada en las aceras. Una pareja que asaba castañas bajo una garita improvisada le gritó - ¿¡A dónde vas Billy Elliot!? – y, el niño asustado, aceleró el paso hasta mezclarse con la marabunta de jóvenes tocados con gorras de beisbol y pantalones enormes, que le confundieron con el reclamo publicitario de un detergente y lo sacaron de allí a pescozones y patadas en el culo.
Nosotros continuamos calle abajo. El agua superaba el bordillo de las aceras y transportaba las hojas de los plátanos que el viento arrancaba de las copas. En silencio contemplábamos el espectáculo novedoso de la ciudad bajo la lluvia, las gotas como alfileres al cruzar las aureolas de luz que forman los faros de los coches y las farolas de la calle, los paraguas retorcidos y las batallas por enderezarlos, los impermeables arrugados con olor a armario cerrado y los pies embutidos en los calcetines empapados.
Unos pájaros verdes atravesaron la ancha avenida en dirección al cielo oscurecido.
- Mira - dije dirigiéndome a mi hija - No eran lagartos, eran loros estelares.
10 de diciembre de 2005
10 de diciembre de 2005
La familia verde paseaba a su hijo en un cochecito con capota verde. El chupete que le colgaba de la solapa, la sudadera con capucha y las botas de ante, eran también verdes.
Se arrimaron a una mesa del burguer un sábado por la tarde, atestado de gente que hacía cola para comer cualquier cosa con que matar el apetito. La mamá, que mecía al niño mientras el papá se comía una hamburguesa vestía, como su hijo, una sudadera y unas deportivas verdes.
Solo el papá se había decidido a sentarse, miraba desde la mesa a su hijo y de vez en cuando estiraba la mano para acercarle una patata frita que el niño trituraba con una par de dientes recién estrenados. Por debajo de la mesa se veían los pies del padre, calzados en unas zapatillas verdes.
Mi hija me miró y me dijo que la familia verde eran lagartos extraterrestres camuflados entre nosotros, pero no le di importancia y continué con mi lectura de un relato de Dorothy Parker. Luego le expliqué que en el mundo globalizado era normal que familias de lagartos extraterrestres se mezclasen con nosotros en los restaurantes de la ciudad, que eso no tenía ninguna importancia y que era comprensible que quisieran conservar algunas señas de identidad, como por ejemplo el color verde.
Después paseamos por el centro comercial y nos fijamos en las familias de colores que caminaban entre nosotros, suponiendo que eran otras especies siderales pasando, como nosotros, la tarde.
Habíamos salido a airearnos, cansados de ver las nubes ancladas en el mismo cielo de cada día. Vivíamos en un pueblo sórdido y aburrido del que no nos interesaba nada, pero seguíamos allí, tal vez esperando que el azar viniese a liberarnos.
Cuando quisimos salir del centro comercial las nubes descargaron agua y arreció un viento que hizo volar hojas de los plátanos. Vimos como dos adolescentes en bicicleta atropellaban a un peatón que hablaba por teléfono, lanzándolo al suelo mojado. Presenciamos también como una anciana luchaba con su paraguas desportillado, intentando recomponer las varillas retorcidas y fuimos salpicados por la pisada de un saltador de charcos que atravesaba una plaza.
Los saltadores de charcos son un claro ejemplo de la plasticidad del cuerpo humano en situaciones de extrema necesidad, aunque mi hija dijo que aquel saltador de charcos era una gacela planetaria camuflada entre nosotros a quien había sorprendido la lluvia en su tarde intergaláctica. No quise alentarla en su obsesión por las especies de otros mundos y le comenté que los pasos de danza son una prolongación estética del saltador de charcos y que su equilibrio anatómico es un ejemplo de en qué medida los movimientos básicos pueden alcanzar la perfección.
Miramos a nuestro alrededor intentando descubrir otros ejemplos del sorprendente proceso de transformación que las ciudades mediterráneas sufren los días de tormenta. La lluvia empieza a ser un espectáculo insólito y cuando de improviso irrumpe en otoño, su aparición fuerza interesantes situaciones que ponen de manifiesto la medida en que determinadas conductas adaptativas se reproducen cada vez con mayor torpeza a causa de su infrecuencia.
De pronto la lluvia ganó en intensidad y los saltadores de charcos se multiplicaron, a la vez que algunos truenos reventaban entre las nubes. Las familias de colores empezaron a quejarse de que un viaje tan largo no hubiese merecido la pena y se abrigaban del agua bajo los voladizos de los edificios y los alfeizares de las ventanas.
Un saltador de charcos resbaló sobre la pintura de un paso de cebra y quedó tendido sobre el asfalto. Alguien le dijo que denunciase al ayuntamiento, no era la primera vez que un ciudadano se descalabraba a causa de esa maldita pintura con que señalaban las líneas de los pasos de peatones.
Mi hija apreció aquel detalle como una muestra de la extinción a la que estaba condenada nuestra especie, incapaz de asimilarse a una climatología adversa. Por mi parte, razoné que los saltadores de charcos no obedecen a edades concretas sino que difieren en la longitud del salto y que tal vez no había que hacer un juicio tan dramático de un accidente que quizás solo respondía a un exceso de confianza por parte del saltador. Ella me miró desde el suelo y ladeando la cabeza dejó clara su falta de acuerdo.
Seguimos caminando a pesar de la lluvia, protegiéndonos las cabezas con las bolsas donde cargábamos las compras que habíamos hecho.
Un grupo de jóvenes arremolinados, se lamentaba de que la lluvia les hubiese desbaratado un concierto de hip-hop, obligando a un cantante gordo a dejar de rapear encima de un escenario repleto de instrumentos y altavoces, que a toda prisa habían cubierto con unos plásticos.
De una iglesia próxima vimos salir corriendo a un niño vestido de marinero que, saltando sobre los charcos, intentaba mantener a salvo los relucientes zapatos de charol. Mi hija me preguntó qué especie interestelar podía camuflarse en un traje blanco de primera comunión y buscamos entre la gente, intentando dar con algún adulto imitando aquel anacronismo.
Como imaginé, no encontramos a nadie y entonces le confesé mis sospechas de que aquella repentina aparición no correspondía a ninguna especie enmascarada, sino al lamentable accidente con un agujero negro por el que aquel niño había viajado desde una época cercana al año mil novecientos sesenta. La suposición de que algo inaudito estaba alterando la normalidad de nuestros días parecía hacerse realidad.
Le seguimos con la mirada mientras daba saltos, intentando evitar el agua empantanada en las aceras. Una pareja que asaba castañas bajo una garita improvisada le gritó - ¿¡A dónde vas Billy Elliot!? – y, el niño asustado, aceleró el paso hasta mezclarse con la marabunta de jóvenes tocados con gorras de beisbol y pantalones enormes, que le confundieron con el reclamo publicitario de un detergente y lo sacaron de allí a pescozones y patadas en el culo.
Nosotros continuamos calle abajo. El agua superaba el bordillo de las aceras y transportaba las hojas de los plátanos que el viento arrancaba de las copas. En silencio contemplábamos el espectáculo novedoso de la ciudad bajo la lluvia, las gotas como alfileres al cruzar las aureolas de luz que forman los faros de los coches y las farolas de la calle, los paraguas retorcidos y las batallas por enderezarlos, los impermeables arrugados con olor a armario cerrado y los pies embutidos en los calcetines empapados.
Unos pájaros verdes atravesaron la ancha avenida en dirección al cielo oscurecido.
- Mira - dije dirigiéndome a mi hija - No eran lagartos, eran loros estelares.
10 de diciembre de 2005
10 de diciembre de 2005
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