NEGROS


(Imagen tomada de Internet)

Entonces el enésimo negro de la noche se paró frente a mí para ofrecerme películas y discos. Estiró la mano sin decir nada. Lo miré por encima de las gafas. Seguro que le mire mal, siempre miro mal aunque no quiera, no necesariamente a los negros, miro mal cuando miro por primera vez. Fuerzo la vista sobre las gafas, se me frunce el entrecejo y se me forman unos pliegues que me endurecen el rostro. También comprimo la boca y como apenas tengo labios, bajo la nariz se me dibuja una línea delgada y dura, un tajo de última hora para rematar una cara inacabada.
Como envejezco, ahora tengo más arrugas y necesito forzar más el rostro para demostrar alegría. Aquel negro no tenía arrugas, tenía la piel brillante, como las culebras y se le iluminaba por el roce de la luz sobre la capa de sudor que le cubría la cara.
Yo tengo los ojos azules y él los tenía oscuros, puede que negros con perfiles marrones, no me fijé lo bastante. Yo no tengo labios y los suyos eran carnosos y protuberantes, labios de negro, sobran detalles. Yo tengo un color pálido, como la cera o el pergamino y él era como el azabache, negro sin mezcla, virando a azul. Yo sabía donde iba a dormir mal aquella noche y el no sabía si mal dormiría en alguna parte.

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