Este texto forma parte de los "Cuadernos de Gozón", anotaciones y escritos sobre este concejo asturiano donde paso mis vacaciones estivales. Afortunadamente, uno de esos pocos lugares donde el mundo parece aun recién salido del huevo.
(Para entender por qué escribo sobre este lugar, te invito a ver otras imágenes de esta parte de Asturias)
Siempre sube este mismo viento del mar y sacude la urdimbre espesa de brezo y pétalos violeta. Abajo el agua de siempre, roncando, sobrevolado por graznidos de gaviotas en un ir y venir interminable.
Transito por estos caminos tan asomado a sus abismos que el vértigo me obliga a aposentarme bien en el suelo mientras un vahído, como de mal sueño, me acerca a esos momentos de pesadilla y desplome interminable.
Apenas si diviso algún barco esta tarde. Una breve estela blanca riela en la popa de una nave que se confunde con el agua. Un pescador de San Martín de Podes me contó que había temporal entrando por el oeste, tuvo que cancelar los planes, plantarse en tierra y esperar a la bonanza. Casi un día navegando en una bonitera de ocho metros de eslora. Ciento cincuenta millas para encontrarse con el cielo reventando de agua y la mar convertida en una encerrona. Pero saldrá otra vez cuando se civilice el tiempo. En las noches de estrellas reina un silencio espectral, apenas roto por la proa partiendo el agua, iluminados por un crepúsculo de claroscuros perlados.
Más allá de los farallones filosos descanso la vista sobre el lomo esmeralda de la isla Erbosa. Una cresta erguida frente al Cabo de Peñas, refugio de gaviotas, rastreada por ese viento incansable que se crece y frustra el espigueo de los arbustos.
Solo cuando las gaviotas se aventuraron tierra adentro la mar se hizo brava en esta tierra.
Se contaron sobre el viaje, sobre el litoral del este hasta las riberas de Cantabria; sobre el Finisterre, donde la costa se rompe y vira trazando los perfiles de Portugal; sobre las tierras del carbón y las montañas del interior.
Conocieron las estaciones recreándose en los paisajes. Y cumplido el invierno, rebrotando la primavera, las gaviotas volvieron a la Erbosa y dejaron saber de los lagos dulces y los valles verdes de occidente; del macizo de picos que se envalentonaba por el oriente, donde la nieve se acomodaba eterna, donde las montañas eran tan altas y los rincones tan umbríos que no se animaba la hierba.
Contaron de las vegetaciones de olmedos y avellanos, de los robles y castaños ceñidos entre sí, amparando fuentes y regatos donde se escondían ninfas y medraban engendros.
La conversación se acunaba en las olas, mimada por la mar curiosa y así se encrespó el océano, arriando el temporal contra la costa, cabalgado por espumeros como aurigas empecinados, queriendo remontar los acantilados imposibles y conocer las maravillas que allí se relataron.
Fue desde entonces que la mar no ha cejado en el empeño de auparse a la barrera terca de los abismos, buscando empapar las montañas desmedidas. Fue desde entonces que no se rinde a conocer los prados donde crecen los bosques y se empantanan las nevadas.
Puede que haya sido así. Así lo pensé queriendo recrear lo que veía, olvidadizo de influjos lunares y atracciones terrestres.
La mar que contemplo desde los riscos tiene la magia de lo que creció del ingenio. El viento que sostiene los pájaros es como una pócima que silba cantos de sirenas, envolvente, embriagadora.
Estas olas brincarán por siempre incapaces de sobreponerse a los acantilados, y ahí seguirán las gaviotas, trasegando nuevas, animando mareas.
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