PARIS-TEXAS BY RY COODER ®
Callejón en El Raval (Barcelona)
No existe un guión escrito ni un laberinto de pabellones tortuosos para llegar al mundo. Tampoco se ha escrito una manual de supervivencia, ni se inventó un astrolabio para orientar a los que llegan por mar. Tomar rumbo es como un vuelo desordenado de palomas tras una palmada. Por eso Malcolm, el guitarrista tímido, el músico venido de algún lugar sin interés, se encerró a vivir en un piso pequeño de una calle perdida en la ciudad a la que llegaba por primera vez. Podía haberse instalado en cualquier parte del mundo, no hay destino malo cuando nada se busca.
También el callejón era de lo más vulgar, una hilera de fachadas deslucidas y colores apagados, con esos desconchones de humedad, de lluvia y orines que despiden vapores de miseria. El suelo era un mosaico de adoquines, martirio de ciclistas, donde los neumáticos de los automóviles tableteaban a ritmo de ametralladora.
De día lo cruzaban los que nunca pudieron marcharse o los que sentían que no había un destino mejor. Ahora cargaban bolsas o tiraban de carros de la compra que saltaban sobre el mosaico mellado, trabándose entre los huecos eternos.
Con las primeras sombras, se veían yonkis desdentados, la piel color de cera y las venas como cuerdas cruzándoles los brazos. Paseaban con sus parejas, desnutridas y encorvadas, discutiendo a voces o deteniéndose en los portales para chutarse el penúltimo pico. Mientras, se escuchaban zureos de palomas en los tejados y por encima palidecían las horas hasta quedar sepultadas bajo la noche.
En un bajo próximo a la casa de Malcolm, unos paquistaníes habían abierto un local de verduras. Lo atendía una mujer cetrina con un hijab en la cabeza y un kaftan de tonos marrones. En el friso de la entrada colgaron un cartel con dibujos de frutas que anunciaba la mercancía y a la hora de abrir, la mujer levantaba la persiana de metal alertando a los gatos del callejón.
Más allá había una imprenta. De la parte alta de unos ventanales a medio abrir, salía el ruido insistente de los pistones que escupían el papel hacia una cinta inagotable y el aire se llenaba de olor a tinta y a disolvente.
Habitar en aquella calle era como sentirse a bordo de un tren de vapor sin paradas, transitando por un entrevero de esquinas, imposibles de ubicar en el mapa más preciso.
En algunos balcones, entre coladas de ropas que flameaban al viento, había quien colocaba macetas con molinillos de colores, rodando y dibujando arcoiris de trapo.
Otros plantaban claveles o geranios y también el color naranja de las botellas de butano era un guiño que fulguraba en los balcones de forja oxidada.
Pero se echaban de menos los pájaros. Desde el eclipse nunca más habían vuelto a oírse pájaros en el callejón. Hacía tiempo del eclipse, pero como las leyendas o los malos augurios, hay historias que pasan de unos a otros y que nadie quiere perturbar. Desde aquella mañana, después de que el sol quedase eclipsado por la luna, los pájaros de los balcones aparecieron muertos cuando el día se recuperó de la noche imprevista que apenas duró unos minutos.
Algunos lo achacaron a que las aves cautivas ajustan su existencia a un ritmo interno que no puede ser alterado, y que la aparición inopinada de la noche trastocó esa secuencia natural hasta acabar con su vida. Los otros hacían una mueca y se encogían de hombros cuando les preguntaban por las muertes de los pájaros.
De Malcolm el guitarrista, nadie sabía nada, ni siquiera el nombre. Para los vecinos era un transeúnte circunstancial que de vez en cuando daba vueltas desorientado sin otro motivo que estirar las piernas. A veces se detenía en el establecimiento de los paquistaníes y compraba algunas piezas de fruta que con arrobo y en silencio, pagaba sin levantar la mirada del suelo.
Es posible que en la soledad de su casa Malcolm solo encontrase alivio en su guitarra, y tocaba canciones de Ry Cooder y de Ben Harper poniendo en la música todo el sentimiento.
Así pasó el invierno. En su balcón no había molinillos ni macetas con plantas de colores. La puerta de cuarterones tenía cristales defectuosos donde las formas se reflejaban como en las ondas de agua de los charcos. En los marcos resecos se escamaba la pintura y había grietas por donde se colaba el aire llevando el frío de la calle.
Al llegar el verano el calor se hizo insoportable y las puertas y ventanas de las casas empezaron a abrirse dejándose oír las voces de los inquilinos, las de los locutores de radio y las de algunos niños que estaban de vacaciones. El balcón de Malcolm fue el último en rendirse, y una mañana de principios de julio las hojas cedieron abriéndose de par en par y el cuarto respiró de pronto.
Aquel mismo día, las notas de la guitarra volaron más allá de la casa. Entre la quietud fantasmal en la que se ahogaban los sonidos de la ciudad, las notas de “Paris- Texas” se estiraron como un suspiro y fueron a enredarse entre las antenas, hasta transformarse en silencio al alcanzar los extremos más alejados del callejón.
Después, su música pareció inventarse un sol naranja que brillaba al caer la tarde, una burbuja que emergiese del mar después de alimentarse de peces de colores, hasta quedar suspendida del cielo. Las notas gomosas, rebozadas en el polvo invisible de un desierto imaginado, sentaron a una anciana y al primer yonki en los peldaños de un portalón. El sol fue perdiendo fuerza y cuando el último latido se hundió tras las casas, la música de Malcolm se detuvo y el callejón pareció quedarse desnudo.
Los días siguientes fueron iguales y la gente acudía al blues de su guitarra como las ratas al flautista. La calle llegó a ser un tumulto insospechado, entronado por una cúpula naranja en la que el sol se agostaba al compás de la música. La paquistaní vendía latas de refrescos en silencio y el olor a tinta y aceites barnizaba el aire por donde transitaban las notas. Así un día y otro, gente ocupando la calle en silencio, ignorando la identidad de quien parecía diluirse en la nada, convertido en un vuelo de notas de las que se alimentaba el arrebol de cada tarde.
Hasta él día en que ese sol empezó a menguar, a perder su deslumbrante órbita, a carcomerse como si su perfil fuese una cápsula hueca disolviéndose en el aire. Las notas de París Texas parecieron más tristes y desangeladas, más perdidas en una tarde que se descomponía con rapidez. De pronto, del sol quedó solo un rescoldo desvaído que apenas alcanzaba al callejón. Alguien menciono el eclipse, y la guitarra de Malcolm enmudeció quedando el aire viciado por el olor a tinta y el cosquilleo de murmullos.
Su música no volvió a oírse en la calle sin importancia y la gente dejó de congregarse bajo el balcón. La puerta de cuarterones quedó cerrada para siempre y en los cristales siguieron dibujándose los reflejos del día como espejeos de agua.
Meses más tarde, cuando los dueños accedieron a la casa, encontraron una guitarra tendida en el suelo. Pegada a la pared solo había la litografía de un sol enfebrecido sobre la torre de Londres resplandeciendo en las aguas del Támesis.
En el suelo, descubrieron el cuerpo de un pájaro muerto tendido sobre unas partituras en las que se leía “Paris-Texas by Ry Cooder”.
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