Escribí esto el 11 de noviembre de 2005, mientras hacía tiempo en el Café Dindurra de Gijón, en esperas de que Antonio Orejudo iniciase su charla “Historia, falsificación y deseo: Lecturas de Cervantes”. Al margen de mi desvarío narrativo, el lugar es entrañable. Uno de esos cafés centenarios estilo art deco, por los que el tiempo no parece haber pasado y que evocan imágenes en blanco y negro de principios de siglo XX.
(En este caso, la foto que ilustra el texto es del genial fotógrafo Luis Argüelles. Si presionas sobre la foto te invito a darte una vuelta por su obra)
En el Café Dindurra los viejos y las viejas meriendan chocolate con churros entre una atmósfera de voces sobre las que se descuelgan los globos de luz blanca que alumbran el salón.
El verde resplandeciente del globo que sujeta un niño por una cuerda, parece el reclamo de una compañía telefónica buscando encontrarse con las lámparas blancas sostenidas contra el techo. Mientras, la camarera me acerca el café con leche y le pago la locura de un euro con cuarenta por una consumición ridícula, acompañada con un trozo de churro azucarado. Un extremo de churro cortesía de la casa. Pincho de churro.
Contemplo la porción amputada del churro sobre el plato donde humea el café y me parece un miembro seccionado, una falange azucarada que se quedó sin uña por el camino, el prepucio de un perro que ha perdido su rubor en el tránsito hasta mi mesa, dos centímetros de churro que crujen entre mis dientes y se pierden garganta abajo dando por concluidas las divagaciones sobre el obsequio raquítico. Después nada, apenas el regusto aceitoso y una sombra de dulzor en las papilas.
Desde el altillo del café oigo las voces abajo y me cuelo entre las permanentes de las abuelas y me deslizo por las calvas de los abuelos donde los globos de luz también se recrean.
Las columnas palmiformes podrían sostener el templo de Saqqara, encumbrar la marcha nupcial de un faraón aireado por abanicos de plumas, trazar la senda oculta de una sala hipóstila o tutelar una procesión de monjes sectarios salmodiando con voces graves. Entonces podría asumir el euro con cuarenta, pero estas columnas resisten los techos de un café con clientes rociados por laca y brillantina que han gravado los perfiles de sus culos en las sillas y en los bancos donde meriendan churros con chocolate.
Pero se me acabó el tiempo. Del churro-polla-falange amputado ya no me queda ni el regusto en la boca. Se perdió en los tractos intestinales, se diluyó en sus jugos y ya solo me preocupo por el brillo de las calvas y las permanentes que me abarca la vista.
En el altillo lee una joven en un rincón al que apenas llega la luz blanca del techo, otra recoge sus cosas y se dispone a marcharse.
Se fue el niño del globo verde, lo único que era verde. Lo llevó arrastrando de una cuerda mientras se abría paso entre el humo de los cigarros y los murmullos.
-Te cambio el globo por la punta de un churro-polla-falange.
Le hubiese dicho, y el me habría mirado con desconfianza, presintiendo la trampa, intuyendo que un globo verde que transita por el aire arrastrado por un hilo, jamás podrá ser reemplazado por una porción ridícula de churro-polla-falange. Y me habría aguantado la mirada sin contestarme, siendo su silencio la mejor evidencia de sus razones, hasta que habría dado media vuelta y desaparecido entregado a su labor de pasear el globo verde por la noche de Gijón.
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