LA SOLEDAD DE LAS PAPELERAS (R)



Supongo que imágenes como esta son ya habituales en muchos lugares. En concreto esta fue tomada en El Vendrell (Tarragona)

A veces me planteo si no estaré envejeciendo prematuramente, si no me estaré convirtiendo en uno de esos abuelos cascarrabias a quienes todo molesta, dispuesto a levantar el garrote ante la inofensiva algarabía de unos críos corriendo en un parque. No deseo convertirme en una mosca cojonera que deambula sin rumbo fijo, buscando donde hincarle el diente a los colgajos más obscenos de la villa donde vivo. Pero no es menos cierto que, indagando un poco, uno descubre que más allá de obsesiones seniles, hay un poso de indignación que se extiende y que tímidamente empieza a manifestarse, aunque sin el eco suficiente para transformarse en auténtica queja.

En el escenario que componen los pueblos y ciudades por los que transitamos, uno encuentra elementos singulares, característicos de esos lugares, combinados con otros que suponemos comunes a cualquier geografía, por ejemplo: las papeleras.

En el mundo de la empresa, el desarrollo de cualquier producto lleva implícito un laborioso análisis que determinará sus posibilidades de éxito y tratará de prever la rentabilidad de su puesta en el mercado y a ser posible en qué plazo de tiempo.

Uno de los factores a determinar antes de su creación, será el de la definición e identificación del público a quien habrá de satisfacer las necesidades para las cuales ha sido pensado. Es obvio que si un producto no presta ningún servicio, no es de ninguna utilidad, es solo un trasto inútil. Lo detallaré con un ejemplo.

En una época en la que asumía la responsabilidad del departamento de márketing de una empresa del sector textil, tuve la oportunidad de colaborar con una conocida compañía de alimentación dedicada a la fabricación y comercialización de cacao soluble. En una de las reuniones, me permití preguntar por qué la empresa no se expansionaba hacia otros mercados teniendo en cuenta la larga y exitosa trayectoria que tenían en España. Ya lo hemos hecho - me contestaron - Intentamos introducir nuestro producto en un país centro americano pero fracasamos, no tuvimos en cuenta que la leche la consumen habitualmente fría y en esas condiciones nuestro producto es poco soluble, dejando grumos que no llegan a disolverse.

Ahí estuvo su gran problema, la compañía no tuvo en cuenta los hábitos de consumo de esa población en concreto descubriendo, cuando ya era tarde, que ese cacao tan exitoso en nuestro país apenas si satisfacía alguna necesidad en una geografía donde la leche se consume fría.

Efectivamente no existe cosa más inútil que un producto huérfano de usuarios, nada más penoso que un bronceador en el Congo, un tanga en Siberia, un sastre en la casa de Tarzán o...una papelera en El Vendrell.

En nuestra vida ordinaria estamos rodeados de objetos que mientras para unos son de la más apremiante necesidad, para otros son un total estorbo. Los objetos son como hijos en busca de parentesco y un objeto huérfano es un trasto inútil que a todos incomoda. Suponemos de antemano que hay productos comunes a la inmensa mayoría de necesidades; no así, para algunos, las papeleras en el Vendrell.


Dónde está el problema ¿Acaso los fabricantes de estos artilugios se olvidaron de incluirnos en las poblaciones de estudio empleadas para conocer su grado de utilidad? ¿Tal vez el concepto papelera va unido para unos cuantos a un significado diferente al del resto de los mortales? Posiblemente sea eso, de otra manera no se entiende la imagen de una papelera vacía, rodeada de desperdicios. Eso es, la misma definición que utilizaríamos para una isla, la utilizarían los incívicos para una papelera en El Vendrell: Una papelera es una isla rodeada de un mar de basura por todas partes.

Ante esta imagen uno piensa que si de pronto los objetos inútiles se rebelasen e iniciasen una procesión del desencanto, veríamos un pasacalles de papeleras apátridas y desengañadas buscando aires y tiempos mejores. Huyendo a toda prisa del desamparo, escapando de la soledad que provoca la inutilidad.

En su libro “La inteligencia fracasada” José Antonio Marina hace mención a la definición que Carlo Cipolla hace de la estupidez: “Una persona estúpida es la que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”. Aunque Marina matiza esta definición, no cabe duda que un ligero vistazo a nuestro alrededor nos lleva a la conclusión de que los estúpidos proliferan como hongos, que son una especie en vías de expansión y que por más que lo queramos evitar, terminan por condicionar buena parte de nuestras vidas.

José Antonio Marina, con buen criterio, prefiere el término “inteligencia fracasada” como alternativa al de “estupidez”. Considera que este último es un vocablo demasiado genérico y carente de base científica. Aceptando sus consideraciones, confieso que me resulta difícil admitir que cualquiera de los individuos que convierten las calles en un vertedero, tengan la inteligencia fracasada ya que, por definición y aunque arruinada, presupone aceptar que tengan capacidad de discernimiento, algo duro de tragar en vista de los resultados de sus actos.

Hace unas semanas yo proponía desde este mismo medio la necesidad de políticas educativas que ayudasen a erradicar los malos hábitos de ensuciar las calles. Tal vez deberíamos empezar por ahí, por la resurrección de Barrio Sésamo, Epi, Blas y la gallina Caponata recorriendo la ciudad, sosteniendo cada uno de ellos una papelera sobre sus cabezas, con Espinete detrás recubierto de púas envenenadas y amenazando con abalanzarse sobre los incapaces de definir su utilidad, o de silabear adecuadamente la palabra pa-pe-le-ra. Podríamos hacer que Don Pimpón aporrease un tambor convocando a los curiosos para demostrarles que las papeleras no son canastas de baloncesto para enanos, ni esculturas posmodernas pagadas por el Ayuntamiento para el embellecimiento de las calles. Y el Monstruo de las Galletas, en lugar de engullir bizcochos, tragaría mondas de naranja y otros desperdicios comparando la utilidad de su enorme boca con la de una papelera. Le llamaríamos “La Charanga de la Papelera” y sería el primer paso para un objetivo más amplio que nos llevaría a la enseñanza de términos como contenedor, recogida selectiva... pero esto ya sería para nota.

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