REVOLUCIÓN
Amsterdam (2003)
A las tres de la tarde el termómetro digital de una esquina en la calle Mallorca marcaba treinta y cinco grados. Ella entró en un café vestida con una falda corta de color violeta y unas mallas negras, llenas de agujeros, que le cubrían hasta por debajo de las rodillas. Calzaba botas militares sin atar. Los calcetines, negros también, le terminaban solo un poco más abajo de donde le alcanzaban las mallas. La camiseta, de manga larga y sintética, no disimulaba los cercos de sudor que le orlaban las axilas.
Nada más entrar sacudió con las manos su melena, negro intenso, corta y desgreñada, mientras las cadenas y colgantes tañían como los grilletes de un galeote pero con más alegría.
-¡Jordi... sudo como una cerda!
Medio bar se volvió y él la miró, ladeando tímidamente la cabeza.
-Vengo de manifestarme por la condonación de la deuda externa para los países pobres. Microsoft ha repartido dividendos y el jodido Bill Gates denuncia a Google porque dice que le ha robado a uno de sus ejecutivos. ¡Ja! ¿Te das cuenta?
Era obvio que por la expresión, él no se daba cuenta de nada.
Fue entonces cuando ella se dirigió al terrario arrinconado en una esquina del local y metió la mano hasta hacerse con una de las tortugas que del sobresalto soltó el trozo de lechuga que sostenía en la boca.
Se subió a una silla, agitó la tortuga en lo alto entre los tintineos de sus abalorios y reclamó la atención del público.
¿Veis esto? – y golpeo con fuerza el caparazón mientras el animal replegaba la cabeza bajo la concha - Así funcionan las jodidas grandes corporaciones, creando barreras de entrada que dificultan la participación de los países más desfavorecidos. ¿Y cómo lo hacen? Blindándose ante los más débiles. Podemos sacudirlos – y agitaba la tortuga mientras del animal apenas si se intuían los ojos entre los pliegues de su cuello – Podemos acosarlos – y entonces la golpeaba sobre el mármol de la mesa sin que diese señales de vida - Pero siguen impertérritos, estoicos ante su vileza sin límites. Pero ¿sabéis una cosa...? – y entonces provocó un silencio intrigante que uno desde el fondo y con delantal blanco aprovechó para intervenir.
-Señorita ¿le importaría dejar de arrearle a la tortuga? Es que es de Marquitos, el hijo de los dueños, que nos las deja aquí, a nuestro cargo, porque en casa no tiene espacio para ellas. Si les pasa algo a las tortugas, Marquitos dice que nos corta los huevos y nos hace tragarlos, como hacen los indios con los violadores en las películas del oeste. Eso sin tener en cuenta que sus padres nos echan a la calle sin indemnización ni nada, por desidia laboral.
- ¡Jodido esquirol!. ¿¡De dónde has salido tú!? ¿¡Para quién coño trabajas!?
- No... mire señorita, no se enoje, pero es que yo soy el cocinero, dominicano para más señas y como soy el más antiguo en la casa tengo la responsabilidad de que todo funcione bien.
Los demás callaban y Jordi escondía la cabeza detrás de una Vanguardia manoseada que rodaba por el mostrador desde las nueve de la mañana.
- ¿¡Y eso te da derecho a boicotear mi intervención!? ¡A ti, al puñetero Marquitos y al comemierda de Bill Gates, os reservamos nuestro mejor homenaje!.
Entonces levantó su mano izquierda, extendió el dedo medio imprecando al cocinero, y de un golpe seco se lo introdujo a la tortuga por el culo haciendo que su cuello se disparase, turgente y pardusco, rematado por la cabeza con unos ojos muy abiertos y el pico córneo boqueando como un pez falto de aire.
De pronto, con la mirada perdida y los parpados abatidos, dejó su cabeza desplomarse ante la mirada atónita del dominicano.
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