METRO
Diapositiva tomada en Nueva York hacia 1986, luego la retoqué y quedó esto
Me adentro en los corredores donde las voces se transforman en ecos arrebujados. Subo después al vagón lleno de gente apiñada, sujeta a las barras del techo. Ahí están los detalles de la proximidad, un aluvión imprevisto: los perfiles de las uñas, los esmaltes nacarados, las siluetas de las caras, el color de los ojos, la longitud de las pestañas, los ribetes de sudor, el olor de los abrigos, el color de los zapatos, los perfumes en la piel, los tonos de las camisas, las miradas perdidas en el linóleo, en el fondo de los vagones, en otros ojos más atentos, en la nada.
Dejo el tren una estación antes y camino. En los andenes la gente se mueve. Mirarlos quietos es una impertinencia a su exposición estática. La quietud es una forma de desnudez, de exhibición sin remedio.
La gente apiñada no vale gran cosa. Un hombre calvo y pequeño va a la cola de la multitud. Tiene un bigote previsible, de militar chusquero, de virilidad impostada, chaleco de punto gris, abotonado hasta abajo y gafas de concha. Sobre su cráneo brillante se posan escurridizas todas las luces del andén. Camina con pasos cortos, alargando muy poco las piernas, sin casi doblar las rodillas. Las manos delante de la cintura y las palmas hacia adentro. Asexuado. Débil de fuerza y carácter. En Power Drills había alguien así. Un hombrecillo diminuto que abonaba las notas de gastos. También le brillaba la calva y se movía con pasos cortos y las palmas abiertas contra los muslos. Frágil como una silueta de papel silenciosa, desplazándose muda sobre la moqueta verde que despedía un calor asfixiante. Era un hijo de puta.
Desde abajo se le aupaban sobre la montura de concha los ojos hundidos y bisbisaba que algo no estaba bien. La nota no estaba bien, faltaban detalles.
Montalvo tardó quince días en cobrar unos gastos que había adelantado.
- La nota no está bien. Desglose gastos por partidas.
Desglosados por partidas.
- La nota no está bien. Ajústela a una página.
Ajustada a una página.
- La nota sigue sin estar bien.
Montalvo había cruzado el mar hasta Mallorca sobre una tabla de esquí náutico tirado por una motora y esperó al administrativo en el aparcamiento. Le abordó antes de que cerrase la puerta del coche. Se inclinó sobre él y le cogió de la pechera. Acercó su cara a la suya y los ojos del hombrecillo se llenaron de lágrimas, tragó saliva, sorbió los mocos y escondió el cuello entre los hombros.
Montalvo lo sostuvo frente a sí unos segundos. No le dijo nada. Aflojó el rostro y luego la mano. El otro se desplomó contra el asiento como un fardo pequeño. Miró hacia el frente y accionó el motor sin descongestionar el cuello de los hombros. Montalvo cerró la puerta y le miró alejarse. Se sintió mal. No durmió. No se libraba de la cara del hombrecillo, con los ojos anegados y la calva brillante.
Al día siguiente Montalvo recorrió avergonzado la moqueta que daba tanto calor, en dirección al hombre diminuto. Se paró frente a él y se inclinó para disculparse. El administrativo miró hacia la cara enorme del fenómeno que había llegado a Mallorca en una tabla de esquí y le murmuró con un papel en la mano.
- La nota no está bien. Desglose los trayectos del apartado kilometraje.
Montalvo recogió la nota en silencio y se fue con ella a desglosar el apartado del kilometraje.
Los últimos escalones antes de llegar a la calle están mojados. Llueve. Da igual, aprovecharé los voladizos para avanzar por las aceras. Otra vez gente apiñada. Todos quieren guarecerse bajo las cornisas. Sin darnos cuenta se hace de noche y se encienden las luces.
-¡Taxi!. Gritan desde las aceras.
-¿Dame algo? Piden desde un portal.
-¡A 3 euros! ¡A 3 euros!. El negro avispado ofrece paraguas.
-Mamá, cómo es la gente cuando se hace mayor. Pregunta un niño con ganas de saber.
-Invisible. Contesta la madre que todo lo sabe.
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