MARCELLA


Obra de Ernst Ludwig Kirchner (Artista:Marcella)



Visité en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid la exposición dedicada a los fundadores del grupo BRÜCKE, iniciadores del movimiento expresionista alemán. Hasta septiembre, esta misma muestra estará en el MNAC de Barcelona.

Me levanté de madrugada. A primera hora tomaba un avión a Madrid donde me esperaban a las cinco de la tarde. Quería llegar pronto, hacía más de tres meses que no pisaba la capital y empezaba a convertirse en un mal presagio. Había caído en un agujero del que no veía como salir y tenía la sensación de ser un residuo varado a la espera de una destrucción lenta y dolorosa de la que nadie me podría exonerar.

Hacía un frío saludable. Dos grados anunciaron en el avión, pero lucía un sol rutilante que a media mañana fue deglutido por las nubes. Caminé por el Paseo del Prado con la sensación artificiosa de que todo podría volver a ser igual, de que los edificios, los adoquines de las calles y sus farolas, seguirían pacientes en el mismo sitio, esperando a que volviese para extraviarme entre ellas.

En el Thyssen exponían obras del movimiento Brücke, una escuela alemana fundada a principios del siglo XX por un grupo de arquitectos aficionados a la pintura. Entré. Los museos tienen una magia que me serena, algo encerrado en las pinturas me provoca un interés pasivo, una atracción por la pura contemplación, sin vocación intelectual. El silencio de las salas cubre un hueco más íntimo que parece llenarse del olor denso de los cuadros y de la viveza de los colores.

Pero esa mañana el Thyssen estaba infectado de señoronas elegantes y ociosas que en grupos de quince o veinte se deslizaban frente a los cuadros como loros incontinentes, sin poder aplacar el tono de sus conversaciones. El embrujo de las salas se evaporaba en la urdimbre de voces, incapaz de soportar el entrevero de ruidos que las atenazaba. Alguien comentaba la proximidad de los Brücke con los fauvistas, los post impresionistas e incluso con el etnicismo más característico de Gauguin.

Acabé por refugiarme en el banco de una de las salas, excluí la posibilidad de alquilar una de esas audio guías que informan con detalle de las obras y me limité a leer el folleto informativo que descomponía a grandes rasgos lo esencial de los pintores. Me senté frente a una pintura y escribí estas líneas.

Una joven descansaba en un sofá donde un gato blanco reposaba junto a ella. Un lienzo verde firmado por Ernst Ludwig Kirchner titulado “Artista (Marcella)”.

Verde el suelo, verdes las paredes, verde el sofá donde meditaba la muchacha y verde su vestido cruzado por rayas negras. Mi mujer había tenido un vestido como aquel, pero de eso hacía ya mucho tiempo, un vestido de algodón blanco surcado de listas azules. Asocio ese vestido a un verano lejano, casi irreal, de piel cálida y tostada.

Pensé que me gustaría tener aquel cuadro en casa, sentarme frente a el y embarrancar entre aquellos tonos turquesa con la misma actitud reflexiva que la muchacha del lienzo. Me admiraba pensar que alguna vez allí no hubo nada, solo un vacío blanco donde Kirchner había desvelado la forma de aquella Marcella pensante.

No es fácil ponerles palabras a las escenas. Es difícil transcribir la expresión perdida de la muchacha, su mirada interior, como un pensamiento escindido que ahonda en ella misma a través de una pequeña partícula de color blanco, abierta entre sus parpados almendrados. No consigo traducir el instante retenido en esa escena adormecida, la cara de ella reposando sobre la palma de la mano, desvelando sus emociones por el escueto ojo introvertido y anegado de misterio, ajena al gesto torturado de su pierna sobre el sofá. El gato blanco es solo un esbozo que rompe la soledad de la mujer, una mancha que sale del cuadro como si el pintor nunca hubiese querido ponerlo allí.

Sobra el maldito gato, cuanto más lo miro más odio siento por ese animal, trunca la armonía de la escena y perturba la concentración en el líquido amniótico de los colores verdes. El pérfido Kirchner no quiso que el enigma de la mujer magnetizase la atención del observador. Bajo la presión de sus celos infantiles quiso presentarnos a la mujer sin permitirnos caer en su adoración, y para ello garabateó la forma de ese gato blanco sobre el sofá, un gato informe, lo bastante engorroso para que su silueta ovillada nos impida adormecernos entre los mismos pensamientos que embelesan a la mujer.

Madrid 3 de marzo de 2005

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