"EL VENDRELL QUE NO VOLEM"
Fachada de El Vendrell
Las reflexiones expuestas en este escrito sirven para cualquier lugar de características parecidas. Si lo he centrado en El Vendrell es porque esta es la población donde vivo, donde tributo y donde más directamente padezco los inconvenientes que denuncio.
Hace ahora unos cuatro años, en una reunión de vecinos con un político municipal de orientación conservadora y nacionalista, este que escribe proponía la necesidad de establecer sanciones para aquellos individuos que, haciendo caso omiso de las más elementales normas de convivencia, consentían que sus perritos fuesen soltando excrementos por la calle sin preocuparse por recogerlos.
En un alarde de demagogia, propio de quien solo ha bebido de los libelos y panfletos del propio partido, el político respondió que ellos no estaban por la labor de políticas coercitivas, prefiriendo intervenciones de tipo educativo.
Era una respuesta previsible en alguien que, a falta de algo más original que decir, tira de muletilla tan rimbombante como inútil. Pero me indignó esa respuesta hueca en la que asumía como propia una reflexión que le venía al pelo, escurriendo las responsabilidades que como político municipal le correspondían.
Yo fui más pragmático, pues ni me dedico a la política ni tengo que contentar a nadie desfigurando opiniones entre nebulosas de frases que no dicen nada: Hasta los diez años se educa, pero el adulto que saca su perrito a evacuar dejando la mierda a disposición de los demás, solo aprende si se le sanciona.
Puede que alguien quiera matizar o discrepar; tal vez haya quien crea que la educación por si sola, es válida hasta los catorce o dieciséis años. No entraré a discutir por unas primaveras de más o de menos; pero ¿de verdad alguien cree que unas recomendaciones sobre buenas maneras son suficientes para disuadir a un treintañero de ignorar los excrementos de su perro en un lugar público? ¿Alguien piensa que quien lanza impunemente al suelo una lata de refresco o una bolsa vacía, se sentirá aludido cuando se le diga que eso no está bien?
No creo descubrir nada, pero en otros ámbitos, está más que demostrado que cuando los comportamientos están ya establecidos y basados en aprendizajes erróneos, pretender modificar una conducta a base de buenos consejos tiene mala solución. Ejemplos hay muchos. Si la siniestralidad en las carreteras ha disminuido ha sido, además de por el efecto de drásticas campañas sensibilizadoras, por el mayor control de los infractores y el temor a las elevadas multas.
En último extremo el verdadero motivo de mi indignación, fue que ni nuestro político ni su partido habían desarrollado jamás un programa educativo dirigido a mejorar los hábitos cívicos de los ciudadanos, ni por supuesto tenían intención de gastarse un céntimo en hacerlo.
Un postulado sobradamente conocido dice que la libertad de uno termina donde empieza la de los demás. El problema es saber dónde se establece ese límite, en el supuesto de que tal límite exista.
Escuchaba hace pocos días a un tertuliano en la televisión, lamentarse de que se estaba confundiendo disciplina con represión y que todo aquello que pusiese en cuestión las conductas individuales, corría el peligro de ser interpretado como una injustificada conculcación de derechos.
Bajo este argumento, entonces, está claro que la máxima que condiciona nuestra libertad a la de los demás, queda por lo tanto superada: Mi libertad no tiene límites, pues ponérselos es tanto como atentar contra mis derechos.
Así las cosas, los límites de mi libertad son los que yo le quiera imponer siendo lícito atropellar la de los otros.
Parece realmente que cuarenta años de represión dictatorial nos hayan inoculado un resistente complejo de inquisidores que nos lleva a inhibirnos a la hora de cuestionar lo que, trascendiendo la libertad personal, se convierte en una limitación de la libertad de los otros. Por lo tanto, si un sujeto se quiere permitir llenar las calles de pintadas, no pasa nada; si alguien quiere que su perrito deje las deposiciones en la puerta del vecino tampoco pasa nada; si un hortera quiere circular por las calles a toda velocidad inundando de música estridente nuestras cabezas, pues puede hacerlo; y si alguien quiere lanzar basura en un parque donde juegan los niños, está en su derecho.
Pero mi reflexión llega más lejos y me atrevo a decir que en parte de la población, hay una tendencia a la patología social que ya afecta a demasiados. Una de las características propias de las personalidades anómalas es la falta de empatía o dicho de otra manera, la incapacidad para situarse en el lugar del otro. La carencia de empatía llevada a determinado extremo, es un trastorno de las emociones que permite causar daño a los demás sin experimentar remordimientos. Tal vez sea excesivo llevar esta reflexión hasta el extremo de la psicopatología, pero no me cabe la menor duda de que no existe ningún sentimiento de culpa cuando alguien comete alguno de esos comportamientos antisociales y sino, prueben a reprender a quien los comete.
Centrados en lo social, esa carencia de empatía se traduce en falta de civismo y de solidaridad. Más allá de patologías complejas, estas conductas también se abordan con prevención y tratamiento.
La prevención se consigue por la educación, especialmente dirigida a los menores. Una educación en la que ha de tener especial relevancia la familia y la escuela, un entorno en el que el niño ha de aprender conceptos como el de ponerse en el lugar de los otros, entender que los demás tienen también unos derechos que han de ser respetados, que los bienes públicos son de todos porque entre todos los pagamos y que cuando se destruyen o maltratan, se daña una propiedad que es común a los ciudadanos. Parece fácil ¿verdad? Ahora bien, unos profesores a los que se ha dejado desnudos de autoridad ¿estarán en condiciones de llevar esto a la práctica? Además. ¿existe alguna materia en los primeros años de escolaridad en la que estos contenidos puedan ser transmitidos de forma inequívoca? Pues creo que no.
Ya ven, cosas de Perogrullo, del más común de los sentidos, pero que de tan obvio ha dejado de ser común; incluso alguien habrá que tache estas ideas de reaccionarias cuando al fin y al cabo solo hablo de educación, esa educación con la que el político se llenaba la boca, acudiendo a ella solo como concepto fácil que de tan manido pierde fuerza.
¿Y el tratamiento? El tratamiento hace referencia a una legislación en la que han de estar implícitas unas sanciones que, por desgracia, son inevitables pero necesarias para disuadir a esos a los que la sola educación les llega demasiado tarde.
Si un ciudadano desea que la calle por la que transita esté limpia, está en su derecho, entre otras cosas porque paga por ello, como también paga por unos servicios que hagan cumplir lar normas de convivencia. Las instituciones públicas tienen la obligación de garantizar esos derechos a los ciudadanos y una forma de preservar la libertad individual y por extensión, el propio sistema democrático, es aplicar con contundencia los mecanismos que nos permitan disfrutarla.
De aquel encuentro hace cuatro años hasta ahora, han cambiado los partidos y los gobernantes, pero nada más en lo que a este tema respecta.
Alguna vez me he visto tentado a calcular los metros de pared cubiertos de pintadas que se extienden por las fachadas de El Vendrell. Invito a quien quiera, a dar un paseo por sus calles a primera hora de la mañana y verá el reguero de papeles que adornan sus aceras. Animo a quien tenga interés, a asomarse al Pont de França y descubrirá una riera convertida en vertedero municipal.
Como muchos otros, también yo exijo que parte de mis tributos se empleen en hacer de este lugar una población digna y limpia. Este no es “El Vendrell que volem”. Sobran eslóganes bien sonantes y frases de laboratorio. También mis derechos tienen que ser reconocidos y si mientras quienes gobiernan vuelvan la vista a otro lado, lo sucio y lo chabacano acabará convirtiéndose en signo distintivo del lugar. Después será demasiado tarde.
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