MADRID
Imagen de un día cualquiera en uno de mis viajes a Madrid
Será mi vulgaridad que me hace sentir feliz cuando al dejar el metro en Gran Vía me asalta y ciega un sol intenso, de tarde de primavera.
El sol que sortea las nubes sucias de tormenta, desmigajadas, estiradas.
Atardece y Madrid se amontona en Callao y circula como una incursión perenne por Preciados hasta descongestionar en Sol, un estuario de especies raras buceando en los restos del día.
Parpadean las putas en la calle Montera, como posos de carne desprendida, pusilánimes y extraviadas, bajo ese mismo sol marchito que las adormece.
El ritual del movimiento y la batahola adherida al asfalto. Los latinos y los negros, la música de las calles, las barbas de los pobres, sus santuarios de cartón, sus miserias.
Resucitan como puñados de estampas otoñales en la madrugada de estrellas rubias.
Reverdece el candor, la sensación ya vivida de que la ciudad se parte por un resquicio que crece bajo los pies, como la grieta abierta por un seísmo.
Entonces empieza todo.