LEER


Hice esta fotografía tomando un café en la playa, mientras leía a Chejov.

Lees a Chejov, a Benedetti, a Cheever, a Carver…, qué más da a quién leas, lees porque nada de esto te importa.

No hay nada atractivo en miles de kilómetros a la redonda. Más allá no lo sabes, pero sospechas que un rápido vistazo te llevaría a la conclusión de que lo que pasa en el infinito de tu mundo tampoco vale nada.

Lees para esconderte de algo o para completar el hueco insondable que no abarcas con la mirada. Embebido en la grafía eres como el avestruz que busca su hoyo o como la rata que explora un agujero. Recorres las palabras en silencio, solo para tí.

Nada es tan detestable como escuchar un texto en boca de otro. Nada más insufrible que hacer tuyo el relato que otro declama. Naufragas en esos signos hechos voz, ajenos y lejanos. El texto tiene un solo dueño, aquel que discurre por él. Como el onanismo más primigenio, un acto oculto y privado.

Bukowski no escribía para recitar. La insustancial pretensión de la comunión por la poesía es un pretexto de la vanidad. La conversión colectiva ansiada por el autor, a través de su obra, el acto del gurú ganando adeptos por la influencia de su doctrina.

Sus palabras son volutas de humo que al brotar de su boca se deshacen en el aire, livianas, sin poder de penetración. No se agitan las tripas cuando las palabras suenan huecas. Es el acto impuro de las palabras erradas.

Lees buscando una música que no está en las gargantas, solo en la idea que fluye de las palabras encadenadas. Las resonancias mudas rebotarán en la cabeza como la bola de caucho en un cubo hermético. Y con cada impacto brotará una idea, y una tras otra evocarán ese paisaje ausente en los miles de kilómetros baldíos.

2 de diciembre de 2004