A las 7,30 de la mañana del 24 de septiembre de 2011 tomaba un tren con destino a Barcelona donde haría escala para retomar viaje hacia Burgos.
Aquel sábado y a esa hora, la estación era un lugar siniestro por donde los viajeros desfilaban lentos con rostros abnegados y aspecto taciturno.
Llovía y solo las luces de algunas farolas clarean el paisaje de andenes vacíos y vías muertas rematadas por un almacén inútil de paredes mugrientas.
Entre la carga de la mochila no faltaba un cuaderno de anotaciones y un libro de Turguéniev que debía acompañarme en las horas vacías del camino. Apenas escribí nada y de Padres e hijos de Turguéniev, con esfuerzo rematé el prólogo a la obra. Nada tuvo que ver el libro con la falta de lectura, fue la ausencia de horas en soledad lo que me privó de ir más allá.
Conocí gente y escuché con atención. El Camino es eso, horas de polvo y calor, de frío y de lluvia cargadas de historias. Turguéniev podía esperar.
Quise escribir y no pude y me preguntaba cómo hacerlo sin caer en la prosa fácil, en el ripio meloso y cargante. Cómo conseguir trascender el impulso repentino si las emociones de cada día eran tan perfectas, tan elementales. Amaneceres que irrumpían por encima de los cerros bañando las choperas del camino; silencios interminables apenas malogrados por la respiración pesada del caminante y el crepitar del guijo bajo las botas; atardeceres en calma que inspiraban confidencias en torno a la mesa compartida del albergue.
Cómo escribir salvando todos estos obstáculos, todas las trampas que la sencillez impone y a las que es tan fácil sucumbir.
Así que decidí esperar, tomar distancia, dejar que la nebulosa escampase, tomar distancia y esperar si de aquello quedaba algún poso.
Primera alteración de la conciencia ajena a efectos psicotrópicos
Causa de la distorsión: La propia lluvia y la manifestación cortical de un empleado público.
En el perímetro de la reducida sala de espera nos observamos dos máquinas expendedoras, un banco vacío de color rojo, una máquina de validar billetes, una silla tras el mostrador de venta con un chubasquero en el respaldo y yo.
Las máquinas y el banco hace años que se observan. Yo acabo de llegar. El chubasquero colgado del respaldo de la silla no creo que lleve ahí demasiado tiempo, probablemente no más de una hora.
Cuando golpeo con los nudillos en el cristal no pasa nada. Las máquinas y el banco no se inmutan ni se alteran por el golpe inoportuno.
Después agacho la cabeza y acerco la cara a la altura de la ventanilla. Reclamo su presencia con un grito contenido y entonces aparece. También me mira, nos miramos todos. A él las máquinas ya lo conocen y lo ignoran.
Él no sabe quien soy pero me mira y también me ignora. Camina sin prisa desde el fondo hasta la silla donde reposa el chubasquero. Sostiene en las manos un rollo de papel higiénico. Mientras avanza separa unas hojas y se suena los mocos con ellas. Se sienta y me observa. Todos nos miramos, nos reconocemos sin interés, tal vez las menos sorprendidas sean las máquinas expendedoras, me han rechazado un billete de cinco euros. Quizás el menos vital sea el banco, es fácil olvidarse de él si no se está cansado.
Le acerco a él el billete de cinco euros que la máquina me ha rechazado y él me entrega el comprobante y una moneda de cambio. Luego encorva la espalda hacia adelante, coloca las manos sobre el regazo y mira.
La máquina de validar billetes parece atragantarse cuando le introduzco el boleto por la ranura. Las máquinas expendedoras, el banco y él me miran. El chubasquero no ve nada, la espalda de él lo comprime contra el respaldo de la silla.
Afuera llueva y hace fresco, ha comenzado el otoño.
Siento una inquietud que me carcome, una angustia que me anida en el estómago. Envidio la calma y la armonía del banco, de las máquinas expendedoras y la de validar billetes, la de la silla con la chaqueta en el respaldo y la del interventor que, sin apartar la vista de mi, me ignora.
(Breve anotación meteorológica sin trascendencia para el interventor que ha quedado atrás, sumido en su intensa labor observadora.)
Llueve…ahora a mares. Sobre el cristal del vagón los ríos de agua enturbian la visión. Todo es gris, el cielo y el paisaje, moteado por destellos de luces dispersas entre las naves de un polígono industrial y de una metalúrgica trazada por cintas transportadoras y tubos de metal.
Muy bueno el relato sobre el viajero y su relación con los objetos de la estación, describiendo su mirar asombrado. El asombro, inicio poético de esta prosa.
ResponderEliminarMuy bueno el relato sobre el viajero y su relación con los objetos de la estación, su mirar asombrado. El asombro, inicio poético de esta prosa.
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