Nueve horas de la mañana. Después de instalarme en el hotel, me dispongo a descender la calle de la Montera en dirección a la Puerta del Sol para conocer de primera mano lo que está sucediendo en el campamento de los indignados del 15-M. En la confluencia con la Gran Vía el paisaje lo conforman los primeros transeúntes que emergen de las bocas del metro, camareros arrastrando mesas y sillas sobre las aceras, y el muestrario de prostitutas pacientes que parecen no descansar nunca. Un joven, megáfono en mano, escoba al hombro, gafas de espejo, camisa abierta y un mensaje ilegible escrito con letras azul y grana sobre la piel, pregona a voz en grito consignas barcelonistas: “Visca el Barça, Visca Catalunya, somos españoles, ganamos la liga”, después se pierde por una calle aledaña.
Poco antes de alcanzar la Puerta del Sol, la cola habitual de inmigrantes ante la comisaría de policía presenta la estampa rutinaria de cualquier día por la mañana; vendedores de oro con chalecos reflectantes abordan a los caminantes anunciando servicios de compra-venta y el colorido palpitante de un sex shop es un reclamo sin mayores consecuencias a estas horas del día.
La voz del culé pregonero me llega de nuevo desde algún punto indefinido, tal vez desde la Plaza del Carmen. “Visca el Barça, Visca Catalunya, somos españoles, ganamos la liga”, y otra vez vuelve a perderse en la distancia.
Un hervidero de gente bulle bajo las carpas de la plaza. El campamento está organizado en parcelas, con calles que se entrecruzan y todo parece gestionado por voluntarios asignados a los diferentes servicios. El bombardeo de consignas es infinito, mensajes por megafonía, carteles, murales, folletos. Algunos jóvenes baldean los pasillos lanzando agua contra el suelo mientras otros la arrastran con cepillos fuera de las carpas. Ni malos olores, ni tufo a marihuana, ni borrachos, ni antisistema incendiarios. Hay también quien aprovecha la causa, gente sin techo que encuentra aquí un cobijo, excluidos de todo tipo, adictos impenitentes condenados de por vida, enajenados…todos los perdedores. Pero no son lo representativo de este movimiento. Todavía queda quien se esfuerza en hacernos creer que esto es idea de desarrapados y muertos de hambre.
Los organizadores intentan que todo esté bajo control, que nada relevante se les vaya de las manos. Son conscientes de que al primer conato de alboroto se justificarán los argumentos de los detractores y darán razones para una intervención policial.
A la entrada del espacio destinado a la biblioteca se muestran los periódicos del día. Un cartel informativo concreta que son para consulta en el recinto de lectura. Una voluntaria se congratula por la concreción con que uno de los diarios resume los puntos principales reivindicados por el movimiento, mientras otra llama la atención a un tipo que duerme repantigado en uno de los sillones, “Esto no es para dormir, es un espacio de lectura” – le aclara –. Él, apartándose de la cabeza el jersey con que se cubre, le objeta que no duerme, solo se tapa de la luz que le viene directa a los ojos.
Entablo conversación con un gallego de sesenta años que acostumbra a darse una vuelta por la acampada, está de acuerdo con las reivindicaciones principales, pero opina que habrá que ir planteando cómo continuar todo esto fuera de la plaza. “Aquí no se puede estar siempre”. Otro indignado se une a la conversación, es más joven, pero no es un niño. Andará por los cuarenta y en su indumentaria de antisistema se percibe un anacronismo de utópico militante rezagado. Opina que esos puntos solo son el arranque desde el que ir mucho más allá. Esgrime argumentos de manual, un discurso que recuerda las proclamas que llenaban los paraninfos de las universidades allá por el año 1976. Oyéndolos a los dos se resumen los diferentes puntos de vista y el sentir de lo que ahí está pasando. Tal vez sea la falta de concreción el principal enemigo del movimiento.
Otro joven de piel morena, enjuto de cara y completamente vestido de negro, aporta su punto de vista. Desvaría, no está bien de la cabeza. Es uno de ellos, uno de esos marginados que encuentran su hueco en este recinto. Poco más tarde lo encuentro sentado en el suelo, lo acompaña una voluntaria de enfermería que intenta sonsacarle unas palabras bajo la mirada atenta de un hombre de más edad, probablemente un médico.
Es la hora del desayuno y en la carpa cafetería se reparte café, galletas y cereales. En los carteles se pide prudencia, son muchos y debe haber para todos. Hay un puesto central desde el que se transmiten cuantas novedades van llegando al campamento. “Compañeros, desde Barcelona informan que se les pide desalojar Plaza Cataluña para poderla limpiar, pero que después se les permitirá volver. Es solo temporal, compañeros”. “Para que coño hacen falta equipos de limpieza, aquí lo hacemos nosotros y está impecable”– se queja un chico a mi lado mientras empuja con un cepillo el agua sucia encharcada.
El servicio de guardería está vació, es muy temprano y los que no pernoctan en la acampada van llegando poco a poco. Es un espacio enorme, un híbrido entre guardería y ludoteca. Algunas voluntarias están reunidas, intercambiando pareceres y planificando el día. A la entrada de la carpa hay carteles previniendo contra la toma de imágenes. “Son niños”, advierten.
Por su ubicación, el campamento es también un enclave de interés general. Hay quien se acerca a conocer lo que pasa, curiosos que transitan entre las calles techadas con plásticos y lonas queriendo experimentar la sensación de ser parte, aunque solo sea durantes unos minutos, del primer movimiento ciudadano de trascendencia después de treinta y cinco años. Desde entonces, y al margen de puntuales concentraciones contra la barbarie terrorista y manifestaciones antibelicistas, las movilizaciones masivas no han tenido otro objetivo que penosos macro botellones y celebraciones futboleras.
Hay turistas que miran con asombro la actividad del campamento. Frente a la cúpula que envuelve la boca del metro, una guía de turismo intenta explicar a un corro de extranjeros el origen de la iniciativa. A su lado, un grupo de indigentes, botellas en mano, descansa en un sofá que han plantado en la plaza. Celebran lo que está pasando, se suman a la iniciativa, lo hacen a su manera y ellos serán el punto de mira que dará argumentos a los que intentan justificar que esto es obra de vagos y maleantes.
Desde el servicio de megafonía llega un mensaje. “Os comunicamos compañeros que hemos pasado la inspección de sanidad”. Aplausos y gritos de júbilo. Después la megafonía vuelve a informar “Compañeros, la policía ha cargado en Barcelona y hay múltiples heridos entre los acampados de Plaza de Cataluña”.
(Parte III: Madrid bajo el diluvio y respuesta al desalojo de Barcelona)
GRACIAS, yo también me ocupé del tema más relevante a nivel nacional de las últimas semanas...al menos para mí, por supuesto.
ResponderEliminarSi te pasas por mi blog podrás leerlo, aunque mi visión es la de Barcelona.