LA CALELLA (TUDELA DE VEGUÍN - ASTURIAS)


No recuerdo cuando vi por primera vez un negro o alguien de otra raza, tampoco recuerdo cuándo me subí por primera vez a un árbol, cuándo fue la primera vez que lloré de tristeza, o cuántas veces me caí antes de sostenerme sobre una bicicleta. Pero recuerdo la primera vez que cometí un acto inútil.
Las casas de los abuelos tienen detalles que se convierten en recuerdos imborrables. De la casa de los míos conservo la imagen de las polillas revoloteando en una bombilla de la entrada, un cuadro con la ilustración de un Ángel de la Guarda custodiando una pareja de niños junto a un río, un cubo de metal esmaltado y decorado con dibujos de flores y la antigua fábrica de la Tejera, que para nosotros siempre fue el castillo de los Reyes Magos.
Delante de la casa, en el centro de algo parecido a una plazoleta en medio de la calella, había una higuera que cada año se atiborraba de higos. Cuando maduraban caían al suelo y las moscas y las abejas zumbaban atraídas por el dulzor de la pulpa.
En la copa, entre las ramas apretadas, el bullicio de los gorriones era constante y abajo, justo enfrente, nosotros nos entreteníamos con cualquier cosa. Aquella calella que tenía de todo, tenía patos que abrevaban en un reguero y gallinas y perros sueltos y unos troncos de eucalipto que cuando nevaba se cubrían de blanco y quedaban ocultos hasta que el sol los volvía a descubrir. Entre los bardales había arbustos de bayas rojas que comían las culebras y helechos junto a la pared de un lavadero que todavía se conserva.
Mis amigos tenían carabinas, en los pueblos casi todos tenían una y nos pasábamos horas haciendo puntería contra los botes de metal, las dianas de papel y las ramas de los árboles.
Un día, sentado frente a la higuera, acompañado por el zumbido machacón de las abejas y la algarabía de los pájaros, apunté el cañón hacia las ramas y fijé el punto de mira en uno de los gorriones que devoraba a picotazos un higo maduro. Alineé bien la carabina y apreté el gatillo.
Fue instantáneo, una pequeña explosión, una sacudida en el hombro y el bulto gris se precipitó contra la fruta podrida del suelo. Las moscas y las abejas desaparecieron y el zumbido insistente desapareció por unos segundos.
Lo levanté en la palma de la mano y me impresionó la cálida liviandad de su cuerpo y la cabeza pequeña que se le descolgaba de un lado a otro.
-A lo mejor se ha caído del susto- pensé, esperando verlo abrir los ojos y salir volando. Pero cuando le aparté el ala izquierda, justo en el medio del lomo, vi una mancha carmín que le empapaba las plumas y el amasijo de carne dejado por el balín al atravesarle el cuerpo.
Ahora no sé si me dio pena, pero me acuerdo de las polillas enloquecidas revoloteando en la luz, del cuadro con el Ángel Custodio, del cubo esmaltado y de la fábrica de la Tejera. Pero en medio de todo queda la imagen del cuerpo caliente y sin vida del gorrión que no me provoca nada, ni alegría ni tristeza. Un recuerdo sin emociones. Matar aquel pájaro fue mi primer acto inútil, algo que dejó un recuerdo vacío, una huella sin sentimientos.

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