"El tranvía" Pedro de Silva
Edit. Losada
Crecer tiene demasiados inconvenientes, uno es el desapego, otro el abandono de las ilusiones.
A los personajes que Pedro de Silva desmenuza en esta historia, crecer les ha supuesto demasiado, la renuncia les resulta inquietante, hasta perversa. Ellos que en un tiempo hicieron de las ideas el motivo de comunión que daba sentido a sus vidas, contemplan cómo los principios se hunden ahora bajo las ruedas de la ambición y del éxito.
Se justificarán diciendo que los ideales evolucionan, que se reciclan, pero no que se traicionan, son como esa materia que jamás desaparece, que sólo se transforma. Y así conseguirán que el poso de culpabilidad resulte menos denso.
El tranvía es entonces como una vieja placenta seca y desnutrida donde los personajes de esta novela buscan cobijo una vez al año. El mismo escenario, los mismos roles, las mismas historias.
Funciona como el vaso comunicante de unas energías que han dejado de fluir. A pesar de ello sus personajes acuden al refugio, como si la nostalgia fuese un alimentador de ilusiones, sin calcular la perversión del ritual, sin ser conscientes de cómo las pequeñas faltas han degenerado en rencores añejos, con restos de insalvable amargura.
Pedro de Silva esboza con maestría los trazos que definen a buena parte de una generación que creía en los valores colectivos como fórmula para cambiar el mundo. Los ideales como motor de cambio, la antesala de un mundo nuevo más justo y solidario.
Pero les toco crecer, y donde unos vieron contradicciones, otros solo encontraron evolución, transformación, adaptación de las ideas a los nuevos tiempo, dejando a salvo las conciencias y haciendo compatible la opulencia con el discurso progresista.
Los protagonistas de la historia, conscientes de la necrosis, buscan un referente al que remitirse. Hay en esa voluntad gregaria un sentimiento de culpa, una necesidad de volver a ser lo que fueron, sin darse cuenta de que los viejos rencores son como clavos que se oxidan y amenazan con gangrenar las partes más sensibles.
El tranvía es el reducto que permite la expiación de la culpa, como si crecer fuese un pecado plagado de errores y las contradicciones una anomalía consentida.
Tiene mucho de cámara de tortura, de impulso destructivo.
La necesidad de volver a alguna parte, de no renunciar al pasado, se materializa una vez al año entre las paredes de ese vagón varado desde años en un lugar que no lleva a ninguna parte.
A los personajes que Pedro de Silva desmenuza en esta historia, crecer les ha supuesto demasiado, la renuncia les resulta inquietante, hasta perversa. Ellos que en un tiempo hicieron de las ideas el motivo de comunión que daba sentido a sus vidas, contemplan cómo los principios se hunden ahora bajo las ruedas de la ambición y del éxito.
Se justificarán diciendo que los ideales evolucionan, que se reciclan, pero no que se traicionan, son como esa materia que jamás desaparece, que sólo se transforma. Y así conseguirán que el poso de culpabilidad resulte menos denso.
El tranvía es entonces como una vieja placenta seca y desnutrida donde los personajes de esta novela buscan cobijo una vez al año. El mismo escenario, los mismos roles, las mismas historias.
Funciona como el vaso comunicante de unas energías que han dejado de fluir. A pesar de ello sus personajes acuden al refugio, como si la nostalgia fuese un alimentador de ilusiones, sin calcular la perversión del ritual, sin ser conscientes de cómo las pequeñas faltas han degenerado en rencores añejos, con restos de insalvable amargura.
Pedro de Silva esboza con maestría los trazos que definen a buena parte de una generación que creía en los valores colectivos como fórmula para cambiar el mundo. Los ideales como motor de cambio, la antesala de un mundo nuevo más justo y solidario.
Pero les toco crecer, y donde unos vieron contradicciones, otros solo encontraron evolución, transformación, adaptación de las ideas a los nuevos tiempo, dejando a salvo las conciencias y haciendo compatible la opulencia con el discurso progresista.
Los protagonistas de la historia, conscientes de la necrosis, buscan un referente al que remitirse. Hay en esa voluntad gregaria un sentimiento de culpa, una necesidad de volver a ser lo que fueron, sin darse cuenta de que los viejos rencores son como clavos que se oxidan y amenazan con gangrenar las partes más sensibles.
El tranvía es el reducto que permite la expiación de la culpa, como si crecer fuese un pecado plagado de errores y las contradicciones una anomalía consentida.
Tiene mucho de cámara de tortura, de impulso destructivo.
La necesidad de volver a alguna parte, de no renunciar al pasado, se materializa una vez al año entre las paredes de ese vagón varado desde años en un lugar que no lleva a ninguna parte.
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