ZORITA SE ESFUERZA


Fachada: Hice esta foto en algún lugar que no recuerdo (¿Tal vez Toledo?)

Zorita se esfuerza. Zorita, ¿de dónde ha salido ese nombre?, ¿cuál es el verdadero apelativo con que esta mujer, a un suspiro de los cuarenta, fue bautizada? ¿De qué recóndito martirologio han desenterrado una santa de reminiscencias moras acomplejada por un diminutivo?.
Entre harta y resignada Zorita se esfuerza por convencer a su hijo de que, esas formas negras y deslucidas que se desenvuelven a sus anchas por la despensa, no son aceitunas sino cucarachas enloquecidas que retozan entre la mugre acumulada por el tiempo y la desidia. Después lo levanta y soporta su pataleo, él abre y cierra los dedos con avidez acaparadora, contemplando la familia de ortópteros que horrorizada y con los élitros desplegados, busca zafarse en una fuga enloquecida.
Y ya en la cocina, con el índice a punto de producirle arcadas, Zorita insiste entre los intersticios de su boca, rebañando los últimos restos de insectos que, con obstinación, su hijo protege contra los carrillos.
Por la mañana recorre la calle con la sincronía perfecta de un arraigo enfermizo. Nueve de la mañana, puerta del colegio, camión de reparto estacionando frente al comedor. Diez de la mañana, puerta de la panadería y los de la sucursal bancaria que abandonan la oficina para tomarse un café. Doce del mediodía, el repicar de campanas la recibe junto a la torre de la iglesia. Hay un revuelo tímido de palomas, a la vez que los segundos se desgranan y parecen caer al suelo desde la espadaña para alimento de esas aves que odian la lluvia de tiempo desmigajado. Después hay un callejón de gatos ariscos, sombras y orines, y un breval que cobija gorriones y huele a látex amargo cuando no hay fruto. La mano negra del mendicante, los geranios y los canarios, la música de las casas y Dios en la de todos.
Una invasión de tedio y modorra ya la carcome a esas horas, le ronca un rumor mudo en las tripas cuando a las doce treinta se cruza con el argentino de los cupones que a las doce y veinticinco cambia de sitio. Sin detenerse, arrastrando la cojera de la pierna derecha, arranca un número de la tira y ella le pregunta por Río de la Plata y por la Tana, que sabe cuanto le gusta; ¿y cuándo lo supo?, no lo recuerda bien, pero fue un día mientras de la cafetería de la plaza se descolgaba la tramposa música de campanillas con que una máquina tragaperras alentaba al último ludópata. Por distraerse de la añagaza le preguntó por su tierra y por su música, ella siempre pensó que no hay argentino emigrante que no añore el tango, ni portugués triste que no adore el fado, ni español ausente que no extrañe algo ¿qué extraña un español ausente? Por eso él no la mira, para no ofrecerle el brillo de la nostalgia que se le encharca indecoroso en los párpados. Y al verlo marchar ella siente que la zancada tullida marca el contrapunto por donde transita la melodía de un gotan que lleva prendido de la pernera del pantalón. Tirao por la vida de errante bohemio estoy, Buenos Aires, anclao en París.Hay un aluvión de voces agudas que en un tropel imposible se empolvan de la tierra levantada del patio de la escuela. Lo espera y lo mira venir, interrogándose sobre cada gesto, sobre cada movimiento, escrutando su silueta, cada centímetro de su forma hasta que lo abraza y lo besa y caminan de la mano tirando de la saca vacía donde ella le pone el almuerzo.
Y al atardecer el borbolleo en las tripas se dejará sentir como una rogativa, como un clamor diciéndole déjame ir, no puedo más, y ella resiste y mira por la ventana cómo la tarde pende del techo, basculando como un afilado azadón... don, don, don.
Un coro de grillos brama desde el televisor, encima el video. La última vez el técnico se lo entregó con dos fichas de parchís, un muñequito articulado y un chicle endurecido adjuntados a la factura. La garantía no cubre sabotajes y vuelve su cara al crío que la mira sin entender la indignación. Así otra vez, día tras día hasta la noche. Entre la espesura de sueño y sombras se deslizará por sus entreveros, midiendo la distancia entre el amor y el reproche, envilecida y culpable, buscándose en él, ignorando lo del otro. Ni ángel de la guarda ni dulce compañía que le de su amparo por la noche y por el día. Y desde la iglesia otra vez, se desgranan las horas en segundos, al ritmo pendular del amenazante azadón...don, don, don, don.

5 de mayo de 2005

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