TIEMPO A LA FUGA
Volviendo del trabajo en un vagón de la RENFE
Repantigado en el asiento de un tren casi vacío, vuelvo a casa. El discman que le regalamos a mi hija por Navidad acostumbro a usarlo yo y me libera de las estridencias de los pasajeros y de sus conversaciones.
Escucho por los auriculares una selección de los Rolling Stones y miro por la ventana la negrura de la noche sin destacar en ella poco más que las luces de las farolas y de las casas en movimiento, ámbar para las farolas, rojo para los autos, blanco para las casas.
Me apetece dormirme y me sumo en un sopor incompleto por la música de los Rolling. Un hombre joven juega con su hijo en los asientos vacíos. El niño apenas alcanza el año. Sonríe cuando el padre lo voltea en el aire, lo sacude y lo zarandea en uno de esos juegos que solo complacen a los niños. Presiento las carcajadas en su boca y la hilaridad en algunos momentos del juego marcado por los acordes de Angie.
También yo jugaba con mi hija y viéndolos echo de menos ponerle el abrigo en invierno, cubrirle la cabeza con la capucha y ceñirle la bufanda al cuello. Entonces no presentía que un día ella no me necesitaría para ponerse la ropa y cuando la sostenía en brazos, tampoco imaginaba que un día pesaría demasiado ni que rechazaría las caricias en público o esas torturas que tanto le gustaban cuando también ella tenía un año.
Las farolas pasan tan deprisa que es difícil reconocerles la forma y cada punto de luz que avanza es tiempo materializado que se va, reunido en nubes de partículas amarillas reflejadas en el fondo oscuro de la noche, ascuas de tiempo escindidas en breves relámpagos que anuncian su huida.
La noche me parece una senda desnaturalizada por la que el tiempo se escurre con la fragilidad de esos puntos de luz alejándose, y me siento petrificado en mi rincón con la voz de Jagger en los oídos.
Mientras, el padre acomoda a su hijo en el cochecito, listo para descender del vagón, insensible a las luces que se van, inconsciente a la inapelable realidad de que dentro de poco verá como su hijo se pone él solo la chaqueta y se ajusta sin su ayuda la bufanda.
Para entonces las partículas de tiempo que corretean enfebrecidas perdiéndose tras las ventanas, estarán ya tan lejos que nadie las echara de menos y las nuevas iridiscencias en las ventanas tendrán también para él ese sentido de tiempo a la fuga.