Hay
quien se sienta a pensar sobre el alma y termina por alabar sus bondades, pero
hay quien apuesta por vivir y resuelve que el difícil trecho de la existencia
está plagado de hijos de puta, a los que odiaremos con ahínco mientras no
podamos acabar con ellos o alejarlos de nuestras vidas.
Leyendo
“Campo rojo” (Editorial Canmdaya) uno saca en conclusión que Ángel Gracia
despreció durante algún tiempo la vida contemplativa y prefirió narrar lo
humano desde lo vivido, desde esa experiencia que salva de las equidistancias y
apuesta por la contundencia de los hechos.
Conocí
al autor en Zaragoza, durante la pasada feria del libro que tuvo lugar en el
mes de junio, me lo presentó Miguel Serrano Larraz y con ellos estaban, entre
otros y otras, Nacho Tajahuerce y Miguel Ángel Ortiz, autores también
aragoneses. Después nos fuimos a comer el menú del día a un restaurante chino,
detalle que da idea de cómo han cambiado los tiempos y en qué medida los
escenarios literarios se han globalizado, pasando de los recoletos cafés de
inspiración colonial a los transfronterizos salones decorados con farolillos
rojos, entre aromas de rollito de primavera y arroz tres delicias.
Allá
por los años setenta, William Golding, en su icónico libro “El señor de las
moscas” congregó en una isla a una treintena de muchachos para enseñarnos que
la crueldad y los peores instintos son inherentes a la lucha por la vida,
incluso en los primeros años de nuestra existencia. Algunas décadas más tarde y
a falta de isla, Ángel Gracia nos traslada a la periferia de Zaragoza, al
barrio de La Balsa, para hablarnos también de cómo la violencia y la dominación
forman parte de nuestras experiencias más tempranas.
Cuenta
el libro que al barrio de La Balsa también se le conoce como Los Molinos, que
más allá está la Academia Militar y todavía más lejos el colegio de los
Escolapios, “donde estudian los chavales mariquitas con los curas maricones”.
La Balsa está en Casa Cristo, pero desde allí, como una sarcástica metáfora, se
puede ver el ir y venir de los coches por la autopista en dirección a Madrid y
Barcelona. A lo lejos, cuando los días amanecen limpios, se divisa el Moncayo y
envolviéndolo todo, no fuese que al paisaje le faltase elocuencia, la
pestilencia de Almidones del Ebro y La Papelera, convierte el aire en una
mezcla de gases infectos que los moradores están obligados a respirar.
En
el barrio de La Balsa está el Campo Rojo, “un descampado donde germinan los
hierbajos y los escombros”, un espacio convertido en campo de batalla y de
aprendizaje. El Campo Rojo es eso, el lugar donde se crece a pescozones y a
hostia limpia. Todos hemos conocido algún Campo Rojo y es que cuando se es
niño, los resortes de la existencia se equilibran entre las cuatro paredes de
una clase, en el patio de una escuela o en descampados siniestros. Quizás
porque el tema es universal, nunca han faltado plumas dispuestas a construir
vehementes argumentos en un intento por conjurar demonios y dar sentido a las
complejidades de la niñez.
La
literatura, guste o no guste, cumple una función redentora, de los propios
pecados, de los dramas nunca resueltos o de los agravios recibidos. Cuando el
conflicto está en la infancia, la función reparadora es más incuestionable y
Ángel Gracia, sin que yo sepa qué conflicto resuelve, se adentra en ese
territorio, resbaladizo como las truchas y tan onírico siempre, que la
diferencia entre lo real y lo imaginado depende de la benevolencia del
recuerdo.
Sin
escatimar detalles y con un tono que ayuda a confraternizar con el relato, nos
va descubriendo que la crueldad es tan inherente al ser humano como la bondad y
que, sin desvelarnos qué nos hace más propensos a una o a otra, nos demuestra
que el primer manual de supervivencia se escribe en esas páginas iniciales de
nuestra historia.
“El
Gafarras”, protagonista de este relato a quien un narrador en segunda persona
parece interpelar convirtiéndolo en el foco que ilumina la novela, siente odio,
una emoción tan propia como el amor, porque es el sentimiento inevitable ante
la impotencia para afrontar el escarnio. Ángel Gracia lo cuenta sin paños
calientes, con el detalle de quien está seguro de no haberse perdido nada,
convencido de que el odio tiene que reposar sobre evidencias, sobre hechos que lo sostengan. No importa si el agravio
sobre el que descansan el desprecio y el asco es proporcional a la emoción, lo
que importa es lo que queda, un poso que cristaliza y que por más que los años
suavicen sus contornos, nunca dejará de ser una callosidad incómoda.
“El
Farute”, “El Bandarras”, los “Guaperas”, “El Santito” o “El Bruslí”, existen
más allá de “El Campo Rojo”, habitan en cada infancia, son las caricaturas de
la mezquindad, los heterónimos pasajeros que un día, cuando lleguen los años de
madurez, ellos mismos se esforzarán por enterrar, como si nada hubiese sido
real, apenas una broma, un divertimento inocente de la primera juventud por el
que deben ser perdonados. Los demás se preguntarán cuánto de aquello quedará
ahora, si los malos instintos no dejarán adherencias, si serán también
efímeros, como las paperas, la rubeola o cualquier otro mal de infancia que una
vez superado inmuniza para siempre.
“Si
estuviera permitido matar, si no te encerrasen en una prisión o en un
correccional como castigo, si no dieras un disgusto de muerte a tus padres por
ser un asesino, te gustaría golpear en la cabeza con un pedrusco al primer
malnacido que te llame Cautroojos”, confiesa “El Gafarras”. La diferencia entre
maltratadores y maltratados es que los sentimientos de los segundos son menos
porosos al bálsamo del tiempo.
"Campo
rojo" se presento en la librería Alibri de Barcelona el 9 de junio de
2015. El autor, Ángel Gracia, estuvo acompañado por Milo J. Krmpotic.
Podéis
ver íntegra la presentación en el canal de Bracket Cultura en Youtube.
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