El cuatro de junio veo amanecer por la ventanilla de un tren destino a Madrid. Tumbado en una de esas literas anacrónicas que se apilan en los compartimentos de los expresos me van despertando las primeras claridades, mientras el ruido del traqueteo amortiguado por los tapones de silicona convierte el sonido en un eco lejano que acompasa las sacudidas interminables del vagón.
A las once y treinta horas de la noche anterior yo era uno de los dos viajeros que en la estación de St. Vicenç de Calders esperaba en el andén para subirse a una reliquia que la aparición del AVE todavía no ha conseguido erradicar.
Lo que un día fue casi una exigencia económica hoy se ha convertido en un ritual que puntualmente repito una vez al año para visitar la Feria del Libro de Madrid.
Hay quien no soportaría un viaje compartiendo los escasos metros de esos cubículos con unos desconocidos. A mi me importa poco, siempre que no me olvide unos tapones para los oídos y un libro que me acompañará durante la primera hora del trayecto. Después, los vaivenes del vagón y el sopor de la noche se encargarán de arrastrarme hasta un sueño poco profundo y cargado de ensoñaciones.
Me levanto a las seis de la mañana y me dirijo al vagón restaurante para acodarme en la ventana. Los madrugadores y los que han pasado la noche recostados sobre las mesas tienen los rostros hinchados y las ojeras propias de un despertar incómodo tras una madrugada en movimiento.
Las poblaciones antesala de las grandes ciudades presentan perfiles y coloridos propios cuando las primeras luces las atraviesan de soslayo. Tienen un punto de tristeza prometedora, de desesperanza pasajera que el avance del día y la luz de la mañana ira disipando.
En la Gran Vía me recibe un Madrid esplendoroso y achicharrante. La leve brisa, resto de la madrugada, comienza a extinguirse y apenas si da para agitar algo las banderolas que sobre las cabezas conmemoran el centenario de la avenida.
Guardo en la boca el regusto de un pésimo café con leche consumido en el vagón restaurante cuyo sabor aborrecible conseguí suavizar con el dulzor de un donut. Deposito el equipaje en el céntrico hostal donde me alojo y desciendo por la calle Montera donde poco más tarde las prostitutas de siempre y los sobrevenidos compraventa de oro se repartirían el espacio. Para ellas la parte alta, para ellos la parte baja.
La Puerta del Sol es todavía un paraje de peatones desperdigados. Fiesteros y trabajadores entrecruzándose, con diferentes percepciones del tiempo reflejadas en el rostro. Compro la prensa y me oriento hacia el primer bar que descubro. En el friso, entre un marabunta de carteles publicitarios descubro “Casa Carmen
El zumo es un brebaje intragable y la tortilla nunca llega. Tras paladear los primeros sorbos de la bebida ruego para que la actividad cortical del camarero no se despierte en el último momento y aparezca con el pincho. Afortunadamente y tras observarlo deambular por el local, no me parece probable que sus luces alcancen a brillar de repente. Así que termino de hojear la prensa y me dirijo a la caja a liquidar lo que debo.
-Zumo de piña y pincho de tortilla- lee el cajero en la comanda.
-Solo zumo de piña. El pincho no me lo han traído- corrijo.
-A ver…¡ay! se me olvidó- reconoce el camarero pusilánime que pasaba por allí.
-Entonces 2,95- informa el cajero al tiempo que de un tirón arranca el recibo de la caja.
-El zumo era de botella- aclaro.
-Si. Hasta las 11 el natural es más barato, cuesta 2,50- recalca.
-¿Más barato el natural que el de botella?- inquiero con sorpresa.
-Si…Aquí es que son un poco raros. Entienda que los precios no los pongo yo, pero se pasan. Además el servicio no es muy bueno- confiesa el cajero con marcado acento del sur y un punto de vergüenza ajena por el atraco perpetrado en toda regla.
-Del pincho ni se ha acordado- insisto.
-…Pues eso- y me da el cambio.
- ¿Los lavabos?
-Bajando la escalera, la primera a la izquierda.
Son poco más de las nueve de la mañana y las casetas de la feria no abren hasta las once. Descartada la posibilidad de desayunar algo decente ya que el cuerpo no me da para más morralla, subo por Preciados, tuerzo en la Gran Vía, sigo por Hortaleza y después me detengo ante la fachada de la Maison de la Lanterne Rouge, antiguo Club Kiss en la Calle de la Ballesta nº 4, reconvertido en exquisita tienda de moda inspirada en el Shangai de los años 30. El mural que ornamenta la fachada es del artista Santiago Morilla. Me entero de que a partir del 5 de junio se mudan a un nuevo local y me pregunto cuanto durarán estas pinturas que hoy decoran las paredes si no hay actividad en el establecimiento. Junto a la obra de Morilla, descubro otro mural en el edificio contiguo, no creo que sea de su autoría pero me gusta y me entretengo unos minutos contemplándolo.
Bajo la placa de la Calle del Desengaño una prostituta negra se recuesta contra la pared. Me llama al pasar y le sonrío mientras sigo de largo. Parece que lleve ahí toda la noche, o puede que haya madrugado para aposentarse en su esquina. En cualquier caso es probable que pase ahí más horas que en su casa. Travestis hinchados, viejas demacradas, jóvenes con los párpados caídos y negras de labios carnosos poblarán las calles tan pronto decaiga la tarde.
En un intento por dignificar el barrio, los comerciantes de la conocida como Zona del Triangulo de la Ballesta han creado la Asociación Triball con la voluntad de impulsar acciones de carácter social y cultural que ayuden a recuperar el carácter ilustre del que hace tiempo ya, gozaban estos rincones.
¿Conseguiste comer algo decente en todo el día?
ResponderEliminar¡Qué bien escribes, "chulapo mío"!
Un abrazo,
Mar
Gracias por permitirme hacer contigo ese paseo mañanero por las viejas calles de Madrid. ¡Ya!, ¿que no me has visto? Pues ponle un poco de imaginación; al leerte yo te he acompañado. Si no fue ese día, pudo ser otro cualquiera: conozco la ruta, y los personajes: tal como los describes. Sólo nos faltó ocnversar para que fuera perfecto. Por cierto, ¿Qué tal la Feria? Una tentación, seguro que te has cargado de libros. Ya nos irás contando
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